El fracaso de Medio Oriente ante la democracia

El Medio Oriente es frenado por el despotismo y convulsionado por la guerra
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El fruto de la primavera árabe se ha podrido convirtiéndose en una renovada autocracia y la guerra. Foto: Especial
El fruto de la Primavera Árabe se ha podrido convirtiéndose en una renovada autocracia y la guerra. Foto: Especial
Hace mil años, las grandes ciudades de Bagdad, Damasco y El Cairo se turnaban para adelantar al mundo occidental. El islamismo y la innovación eran gemelos.
 
Los varios califatos árabes eran superpotencias dinámicas; modelos de aprendizaje, tolerancia y comercio. 
 
Sin embargo, hoy los árabes están en una condición miserable. Aun cuando Asia, Latinoamérica y África avanzan, el Medio Oriente es frenado por el despotismo y convulsionado por la guerra.
 
Las esperanzas se elevaron hace tres años, cuando una ola de intranquilidad en toda la región condujo al derrocamiento de cuatro dictadores – en Túnez, Egipto, Libia y Yemen – y a un clamor de cambio en otras partes, notablemente en Siria. 
 
Pero el fruto de la Primavera Árabe se ha podrido convirtiéndose en una renovada autocracia y la guerra. Ambas engendran la miseria y el fanatismo que hoy amenazan al mundo en general.
 
Por qué los países árabes han fracasado tan miserablemente en crear la democracia, felicidad o (aparte de la bonanza del petróleo) riqueza para sus 350 millones de habitantes es uno de los grandes interrogantes de nuestro tiempo. 
 
¿Qué hace a la sociedad árabe susceptible a los regímenes viles y los fanáticos empeñados en destruirlos (y a sus percibidos aliados en Occidente)? Nadie sugiere que los árabes como pueblo carezcan de talento o sufran de una antipatía patológica hacia la democracia. 
 
Pero para que los árabes despierten de su pesadilla, y para que el mundo se sienta seguro, hay mucho que necesita cambiar.
 

El juego de la culpa

 
Un problema es que las dificultades de los países árabes son muy amplias. En realidad, Siria e Irak difícilmente pueden ser llamados países actualmente. 
 
Una banda brutal de  yihadistas declaró nulas sus fronteras, anunciando en su lugar un nuevo califato islámico que comprende a Irak y la Gran  Siria (incluyendo a Israel-Palestina, Líbano, Jordania y partes de Turquía) y _a su debido tiempo – el mundo entero. 
 
Sus líderes buscan matar a los no musulmanes no solo en Medio Oriente sino también en las calles de Nueva York, Londres y París. Egipto está de nuevo bajo un régimen militar. 
 
Libia, tras la violenta muerte de Muamar Kadafi, está a merced de milicias rebeldes. Yemen está sitiada por la insurrección, las luchas internas y Al Qaeda. Palestina sigue muy lejos de la verdadera condición de Estado y la paz. 
 
Incluso países como Arabia Saudita y Argelia, cuyos regímenes son protegidos por la riqueza del petróleo y el gas y apuntalados por un aparato férreo de seguridad estatal, son más frágiles de lo que parecen. Solo Túnez, que abrió la apuesta de los árabes por la libertad hace tres años, tiene los elementos de una verdadera democracia.
 
El islamismo, o al menos las reinterpretaciones modernas del mismo, es el meollo de algunos de los profundos problemas de los árabes. El reclamo de la fe, promovido por muchos de sus principales guías, de combinar la autoridad espiritual y terrenal, sin separación de mezquita y Estado, ha impedido el desarrollo de instituciones políticas independientes. 
 
Una minoría militante de musulmanes están atrapados en una búsqueda de legitimidad a través de interpretaciones cada vez más fanáticas del Corán. Otros musulmanes, amenazados por la violencia de las milicias y la guerra civil, han buscado refugio en su secta.
 
En Irak y Siria, muchos chiitas y sunitas acostumbraban a casarse entre sí; con demasiada frecuencia hoy en día recurren a mutilarse entre sí. Y esta violenta perversión del islamismo se ha extendido a lugares tan distantes como el norte de Nigeria y el norte de Inglaterra.
 
Pero el extremismo religioso es una vía para la miseria, no su causa fundamental. Aunque las democracias islámicas en otras partes (como Indonesia) se están desempeñando bien, en el mundo árabe el mero tejido del Estado es débil. Pocos países árabes han sido naciones por mucho tiempo. 
 
La influencia opresiva del declinante imperio otomano de los turcos fue seguido después de la primera guerra mundial por la humillación de los regímenes británico y francés. En gran parte del mundo árabe, las potencias coloniales continuaron controlando o influyendo en los acontecimientos hasta los años 60. 
 
Los países árabes no han tenido éxito en fomentar los prerrequisitos institucionales de la democracia: el toma y daca del discurso parlamentario, la protección de las minorías, la emancipación de la mujer, una prensa libre, tribunales independientes y universidades y sindicatos.
 
La ausencia de un Estado liberal ha sido acompañada por la ausencia de una economía liberal. Después de la independencia, la ortodoxia prevaleciente fue la planificación central, a menudo de inspiración soviética. 
 
Contrarios al mercado y al comercio y partidarios de los subsidios y la regulaciones, los gobiernos árabes estrangularon a sus economías. El Estado tiraba de las palancas del poder económico; especialmente donde el petróleo estaba involucrado. 
 
Donde las restricciones del socialismo postcolonial se levantaron, echó raíces un capitalismo de tipo expoliador y nepotista, como sucedió en los últimos años de Hosni Mubarak de Egipto. La privatización era para los amigos del gobierno. Virtualmente ningún mercado era libre, apenas se desarrolló alguna compañía de clase mundial, y los árabes inteligentes que querían destacar en los negocios o con becas tuvieron que irse a Estados Unidos o Europa para hacerlo.
 
El estancamiento económico engendró insatisfacción. Los monarcas y presidentes vitalicios se defendían con la policía secreta y matones. La mezquita se convirtió en una fuente de servicios públicos y uno de los pocos lugares donde la gente podía reunirse y escuchar discursos. 
 
El islamismo fue radicalizado y los hombres furiosos que aborrecían a sus gobernantes llegaron a odiar a los Estados occidentales por respaldarlos. Mientras tanto, un enorme número de jóvenes se inquietaron debido al desempleo. 
 
Gracias a los medios electrónicos, estaban cada vez más conscientes de que las perspectivas de sus contemporáneos fuera del Medio Oriente eran mucho más prometedoras. La maravilla no es que tomaran las calles en la primavera árabe, sino que no lo hicieran antes.
 

Mucha ruina

 
Estos errores no pueden corregirse fácil o rápidamente. Los forasteros, que a menudo han llegado a la región como invasores u ocupadores, no pueden simplemente aniquilar a la causa yihadista o imponer la prosperidad y la democracia. 
 
Eso, al menos, debería ser claro después de la desastrosa invasión y ocupación de Irak en 2003. El apoyo militar – el suministro de naves teledirigidas y de un pequeño número de fuerzas especiales – podría ayudar a mantener a raya a los jihadistas en Irak. Esa ayuda podría tener que ser permanente. Aun cuando es poco probable que el nuevo califato se vuelva un Estado reconocible, pudiera producir por muchos años yihadistas capaces de exportar el terrorismo.
 
Pero solo los árabes pueden revertir la declinación de su civilización, y en este momento hay poca esperanza de que eso suceda. Los extremistas no ofrecen nada. El lema de los monarcas y los militares es la “estabilidad”. 
 
En una época de caos, su atractivo es comprensible, pero la represión y el estancamiento no son la solución. No funcionaron antes; en realidad fueron la raíz del problema. Aun cuando el despertar árabe ha terminado por el momento, las fuerzas poderosas que dieron paso al mismo siguen presentes. 
 
La invención de las redes sociales que agitaron la revolución en las actitudes no puede ser revertida. Los hombres en sus palacios y sus patrocinadores occidentales necesitan comprender que la estabilidad requiere reforma.
 
¿Es esa una esperanza en vano? Hoy, la perspectiva es cruenta. Pero finalmente los fanáticos se devoran a sí mismos. Mientras tanto, donde sea posible, los sunitas moderados y laicos que conforman la mayoría de los musulmanes árabes necesitan hacer oír su voz. Y cuando llegue su momento, necesitan hacer retroceder su mente a los valores que alguna vez hicieron grande al mundo árabe. La educación basó su primacía en la medicina, las matemáticas, la arquitectura y la astronomía. 
 
El comercio pagó sus fabulosas metrópolis y sus especias y sedas. Y, en su mejor momento, el mundo árabe fue un refugio cosmopolita para judíos, cristianos y musulmanes de muchas sectas, donde la tolerancia fomentaba la creatividad y la invención.
 
Pluralismo, educación, mercados abiertos: estos fueron alguna vez valores árabes y pudieran serlo de nuevo. Hoy, mientras sunitas y chiitas se degüellan unos a otros en Irak y Siria y un ex general se sienta en su nuevo trono en Egipto, son perspectivas trágicamente distantes. Pero para las personas para quienes tantas cosas han salido tan mal, esos valores aún componen una visión de un futuro mejor.
 
kgb

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