José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

27 Mar, 2015

Libre comercio y narco

Los habituales enemigos del libre mercado montaron una nueva campaña de mentiras acusando al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y en general a las políticas “neoliberales,” que según ellos Estados Unidos obligó a México a adoptar, como la causa de la narco violencia, sin aportar la menor evidencia.

Leí un fragmento del libro de Carmen Boullosa y Mike Wallace por publicarse próximamente titulado Una narco historia: cómo Estados Unidos y México crearon juntos la ‘guerra mexicana contra las drogas’, cuya tesis es que el TLC abrió la puerta de Estados Unidos a las drogas de México al mezclarse con el comercio lícito, lo cual es falso.

Los autores no tienen idea de la dimensión económica del Tratado de Libre Comercio, pero repiten todos los prejuicios que los detractores del libre comercio le han venido achacando a ese acuerdo comercial, y las inventivas con las que una dogmática y desinformada izquierda suele atacar a la economía de libre mercado.

El texto relata la historia de cómo distintos presidentes de Estados Unidos fueron intensificando su guerra contra las drogas, y el éxito de Ronald Reagan en cerrar la ruta de ingreso de la cocaína desde Colombia por el Caribe y Florida, lo que obligó a los cárteles colombianos a utilizar la ruta mexicana para sus envíos.

El texto sigue la historia de cómo se desarrollaron los cárteles mexicanos que para 1984 controlaban 90 por ciento de la cocaína hacia Estados Unidos que fluía por nuestro país, generando utilidades estimadas en cinco mil millones de dólares. Estas cifras, como todas las vinculadas al narco, son más adivinanzas que estadísticas.

Los autores culpan a Reagan de adoptar la infamante obligación de “certificar” a los países por su cooperación con EU en su lucha contra las drogas, cuando fue el Congreso quien estableció esa obligación al Ejecutivo. Así, México tenía que ser “certificado” para poder acceder a indispensables créditos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM), evitando así el veto de Estados Unidos.

Hay que recordar que en 1982 el país entró en bancarrota gracias a los excesos populistas de Echeverría y López Portillo, que el texto ignora, al atribuirle toda la culpa al aumento en las tasas de interés acordado por la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed) para enfrentar su elevada inflación, lo que aportó a nuestra debacle, pero no fue su causa principal.

El pasaje glosado concluye que FMI y BM forzaron un programa de ajuste estructural en México para “privatizar servicios públicos, cortar programas sociales, abrirse a la inversión extranjera, y la cruel demanda de pagar préstamos e intereses. Tal chantaje… postulaba la inherente superioridad de los mercados sobre el Estado”.

Es claro que los autores de tales dislates no tienen la menor idea que ante un déficit público de 20% del PIB proveniente de las pérdidas de empresas estatales ineptas y corruptas, no había otra opción que proceder a vender, cerrar o liquidar justamente las que no ofrecían servicios vitales, y sólo drenaban al erario. No se cortaron programas sociales, al contrario, con los recursos ahorrados se fortalecieron.

En cuanto a pagar o no pagar la deuda externa, en esa época hubo dos casos diametralmente opuestos: Perú, con Alan García en su primera presidencia, se negó a pagar mientras México renegoció hasta cinco veces entre 1983 y 1989. El  resultado fue mucho peor para Perú, en términos de estancamiento económico e inflación.

Queda claro que “la poeta” y el “historiador radical” —como sus biografías caracterizan a Boullosa y Wallace— no manejan muy bien los números, pues ninguno de los que citan es remotamente cierto, como la supuesta pérdida de 800 mil empleos en los 80, cuando en realidad y a pesar de la crisis se crearon más de dos millones.

Al observar la migración de trabajadores rurales a las ciudades y a EU, los autores no entienden que hoy todavía tenemos 17% de la Población Económicamente Activa (PEA), en EU es inferior a dos por ciento, en el campo produciendo menos de cuatro por ciento del PIB, lo que garantiza condiciones de miseria graves, por lo que esa migración debe acelerarse.

Haber desmantelado —por desgracia, solo parcialmente— el enjambre de subsidios y “apoyos” a los campesinos y permitido que sean cabales dueños de sus tierras, ha elevado la productividad del campo, que hoy produce y exporta mucho más de lo que se registraba en la era estatista, proteccionista e ineficiente que los autores añoran.

Esta es sólo una pequeña muestra de una larga colección de disparates y falsedades que los socialistas repiten como merolicos para denostar la economía de mercado.

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