Edgar Amador

Edgar Amador

20 Abr, 2015

En un bosque de la China

Este domingo el banco central de China (BCCH) anunció, por segunda vez en el año, una disminución en el nivel de reservas que requiere a los bancos comerciales de su país. Con el objetivo de dejarles a los intermediarios financieros más recursos disponibles para que inyecten créditos a la economía. La noticia no es fortuita, y se da pocos días después que las estadísticas oficiales mostraran que el PIB de la nación de en medio se incrementó a una tasa de tan sólo siete por ciento, el menor ritmo desde la crisis global de 2009.

Si México creciera a siete por ciento estaríamos de fiesta, pero para China, acostumbrada hasta hace unos años a ritmos superiores a diez por ciento, dicha cifra se siente casi como estancamiento. Y no es que sea vanidad. El ritmo de crecimiento que China necesita para absorber las decenas de millones de trabajadores que día a día, mes a mes, abandonan el milenario campo chino para incorporarse a la vorágine urbana que ha convertido a ese país, en el curso de una generación, de una economía casi medieval a una de las más dinámicas del mundo, es de dos dígitos, y no de uno.

Si China no crece a doble dígito estará en un problema, y el mundo también. Una tasa de sólo 7% en China quizá no garantice la absorción de nuevos trabajadores, el mantenimiento de los empleados existentes, y la prosperidad de los que, desde hace algunas décadas, ya conforman la fuerza laboral más numerosa e importante de del mundo.

China no es cualquier economía. Es, como sus milenarios emperadores la imaginaban y nombraban: el país de en medio, la economía de en medio. Su destino es absolutamente central para el resto del mundo: es el gran centro manufacturero del mundo; es el segundo principal inversionista de bonos estadunidenses (Japón le acaba de sobrepasar en inicios de la semana pasada); es la mayor potencia militar de Asia, después de Rusia; es el mayor productor de acero del planeta y, por tanto, de su demanda dependen de manera crucial muchos mercados: el del hierro, el del carbón, el de tierras raras; de su ciclo económico dependen economías tan distantes como la brasileña, la australiana y la chilena, que han visto su comercio con el gigante chino multiplicarse en las últimas décadas y convertirse en el factor preponderante de su sector externo.

Lo que pase en China, lo que haga o deje de hacer, es crucial para el mundo, y lo será cada vez más. Rumbo a 2050 se espera que rebase en tamaño a la economía estadunidense, por lo que el mundo habrá dado un giro completo. No es que China vaya a ser la mayor economía del mundo. Ya lo fue hace muchos años, y lo fue por milenios, la corte celestial presidía el imperio más rico de la antigüedad, pero la revolución industrial y el cambio tecnológico la rezagaron al cabús de la economía global por casi cinco siglos, hasta hoy, cuando la del gigante está volviendo a ser la economía de en medio.

Pero lo que pasa en China es algo muy complicado, y en el balance es una de las grandes fuerzas deflacionistas del planeta. El milagro económico chino, que la convirtió en la segunda mayor economía del planeta en un período asombrosamente breve, fue levantada bajo la construcción de una enorme capacidad industrial que, en estos momentos, confirma lo que muchos economistas advirtieron: un exceso de la misma.

China produce tanto, y sus plantas tienen tal capacidad de producir, que los precios a lo que venden sus productos no sólo les ha permitido avasallar las balanzas comerciales en casi todo el planeta, sino que hemos llegado a un momento en que dicha capacidad es excedente. China puede producir mucho más de lo que el mundo necesita en muchos mercados: acero, maquinaria, etcétera.

Para agotar dicha capacidad se necesita demanda, y con Europa estancada, Estados Unidos vacilante, América Latina postrada y Japón en su estancamiento secular, China recurre a la única demanda que le queda como opción: la suya propia, buscando ahora dentro los compradores que ya no encuentra fuera para sus productos que atiborran sus fábricas y almacenes.

La economía china es difícil de leer: la calidad de las estadísticas no es óptima, y hay muchas lagunas para discernir el estatus del gigante. Pero no podemos darnos el lujo de ignorarlo, porque, además de todo, a últimas fechas, China ha cobrado un rol inédito: el de ser el motor del mundo. Si China no crece, y crece hacia adentro, no habrá mucha esperanza para que regiones como Latinoamérica y Europa retomen su crecimiento y dejen de sufrir.

El BCCH está consciente de sus predicamentos y sus cuitas, y la nueva inyección de liquidez en la economía anunciada busca reanimar una economía que necesita encontrar, adentro, la pérdida de dinamismo que sufren casi todos los demás países con las que el gigante imperial comercia.

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