José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

21 Ago, 2015

Peso, incertidumbre y expectativas

Se ha desatado una estridente alharaca sobre la depreciación de nuestra moneda, acompañada de la exigencia de “hacer algo” para detenerla, y la amenaza de representantes del sector privado que repercutirán en los precios de venta de sus productos los más altos costos de sus insumos importados.

Esto ocurre mientras la inflación y las tasas de interés son las más bajas en muchos años. ¿Qué ha pasado para desvincular la trayectoria del tipo de cambio con la de los precios? El gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, publicó un artículo el domingo pasado en el que explica lo ocurrido.

Hasta hace poco más de veinte años los ajustes en los precios al consumidor respondían a las devaluaciones de manera inmediata. Es decir, los precios estaban indexados a la paridad del peso frente al dólar a resultas de las traumáticas crisis financiero-cambiarias de 1976, 1982, 1987 y 1994.

Ello se debía a que el gobierno insistía en mantener un tipo de cambio fijo o semifijo, incompatible con el resto de sus políticas económicas, lo que invariablemente detonaba en pérdida de confianza, fugas de capitales, ataques especulativos contra el peso y macrodevaluaciones.

Como explica Carstens, ese vínculo de hierro entre devaluación e inflación se rompió con la autonomía del banco central, la adopción de un régimen cambiario de libre flotación de la moneda —que no excluye intervenciones ocasionales para ordenar el mercado—, y una acumulación de reservas que brinde certeza.

La autonomía de la banca central es crucial pues desvincula a la política monetaria de la política fiscal –el Banco de México ya no financia los déficit presupuestales del gobierno-, y le permite definirla respecto a su misión fundamental: mantener la inflación controlada en 3% anual con un margen de más menos uno por ciento.

El buen récord de la política monetaria del Banco de México en los últimos lustros ha resultado en “anclar” las expectativas del público, que ya se acostumbró a que el peso puede depreciarse por factores externos, como ahora, pero cuando tales circunstancias se atenúan el peso regresa a su nivel de equilibrio.

El otro ingrediente que hace que la situación de hoy sea tan distinta respecto a la de dos décadas atrás, es la intensa globalización en la que está inserto México, tanto por lo que hace a flujos de comercio, como por el enorme y fluido movimiento de capital, de tal naturaleza que una modesta depreciación del yuan chino frente al dólar de EU repercute en el mundo entero, incluido nuestro país.

El desaceleramiento de la economía china ha resultado también en el final del auge en los precios de materias primas, lo que afecta a México negativamente, por la brecha que genera en las finanzas públicas y por los menores ingresos de nuestras exportaciones mineras, mientras que la balanza petrolera con el exterior ya es negativa, por lo que, en este aspecto, la caída en el precio del petróleo nos beneficia.

Si persistiera la depreciación del peso o se acelerara, ello podría llevar a un cambio de expectativas y a renovadas presiones inflacionarias, aunque la precaria demanda agregada derivada del lento crecimiento de la economía, difícilmente permitiría sustentar aumentos apreciables y duraderos en los precios de bienes y servicios.

Como escribí al principio del verano, lo que ocurre en los mercados cambiarios, no de México sino del mundo entero, es una historia que tiene que ver con la fortaleza del dólar de EU por el tan cacareado aumento en tasas de interés que ocurrirá antes del fin del año, dado que su economía se percibe sólida y el empleo sigue creciendo.

Mientras tanto, habrá volatilidad en los mercados, que se verá atenuada en nuestro caso con un programa económico sólido para el futuro, un déficit público modesto y posibles medidas de simplificación y mejora tributaria, de las que se habla. Por ello, no creo que haya ni reinicio de la inflación ni mucho menos crisis financiera.

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