Víctor Beltri

Víctor Beltri

9 Jun, 2016

Las nuevas facultades del FBI

La revolución digital que estamos viviendo se ha caracterizado, como ninguna otra en la historia de la humanidad, por una carrera desesperada entre la tecnología y la legislación. Es natural: los cambios que hemos experimentado en la vida cotidiana rebasan, con mucho, la capacidad de los legisladores para emitir normas de aplicación general que protejan las relaciones jurídicas resultantes de la nueva dinámica.

Lo mismo ocurre con las instituciones del Estado encargadas de velar por la aplicación de la norma o la persecución de los ilícitos relacionados con su incumplimiento: en muchas ocasiones, cumplir con los procedimientos establecidos implica la pérdida de un tiempo vital para las investigaciones.

Así, las historias de policías que se rigen bajo sus propias normas llenan, lamentablemente, no sólo el imaginario popular en forma de novelas y películas, sino también las oficialías de partes de las instituciones dedicadas a la protección de derechos humanos. Es una situación que ocurre no sólo en México, sino en todo el mundo: las fuerzas de seguridad intentan, continuamente, conseguir privilegios para poder llevar a cabo sus investigaciones en total sigilo y sin la intromisión de jueces preocupados por el debido proceso.

El ejemplo más claro es el de Estados Unidos, con la regulación desprendida de los ataques terroristas de 2001. El PATRIOT Act (el acrónimo viene de Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism, el nombre del instrumento) confiere la facultad de búsqueda e investigación a instituciones norteamericanas y agencias de inteligencia extranjeras, mientras que elimina los mecanismos de control que prevenían el abuso de la misma. Son diversas las cuestiones que han preocupado a los norteamericanos sobre el PATRIOT Act, entre ellas, por ejemplo, que incrementa dramáticamente la capacidad de los estados y del gobierno federal estadunidense para vigilar a sus ciudadanos; que el uso de la misma no se restringe –como podría haberse supuesto por las circunstancias de su creación– al terrorismo en sí, sino que incluye la investigación sobre fraude cibernético y abuso, con lo que pueden espiar en cualquier computadora; que la responsabilidad –y la trazabilidad de la misma, el accountability– de las autoridades se diluye por la secrecía implícita en el acta; que autoriza las órdenes de allanamiento en conexión con cualquier clase de delito federal. Hoy, después de años de espionaje sobre los ciudadanos norteamericanos y, presumiblemente, sobre ciudadanos, autoridades y dignatarios extranjeros –como ha quedado demostrado con el testimonio de Edward Snowden–, el mundo no es más seguro, en absoluto. Pero sí mucho más vigilado, sin duda.

Y lo estará más. En días pasados, el Senado norteamericano publicó nuevas disposiciones que autorizarían al FBI a tener más poder para hacer investigaciones secretas, a través de la figura conocida como NSL (National Security Letters) y que le permitiría solicitar a cualquier empresa la información relacionada no sólo con una persona sino con su número telefónico, correo electrónico, nombre de usuario, o cualquier apelativo en redes.

El FBI podrá obtener los “electronic communication transactional records” y con ellos el nombre, dirección, tiempo de servicio, facturas telefónicas, el historial de navegación, los encabezados de los correos electrónicos, las direcciones IP de los contactos, etc.

Las NSL, en su versión actual, son escalofriantes. Incluyen una cláusula de mordaza, con la que el destinatario de la carta está obligado a guardar total confidencialidad sobre la misma, con lo que se impide cualquier tipo de protección o escrutinio.

Las nuevas tecnologías, como apuntábamos en un principio, han cambiado por completo la manera de hacer negocios, de relacionarse, de estar cerca. Los beneficios que la implementación de estos sistemas han aportado a nuestra vida cotidiana son incontables, pero también lo son los riesgos que surgen a cada momento, no sólo por el mal uso que los particulares pudieran dar a la información sino también por la perenne tentación del gobierno de saber, con precisión, lo que piensan sus gobernados.

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