Edgar Amador

Edgar Amador

17 Oct, 2016

Y cuando despertó, Donald Trump seguía allí

Quisiéramos pensar que tras la elección presidencial estadunidense del 8 de noviembre, una vez que las televisoras confirmen esa noche lo que las encuestas parecen indicar, la inminencia de la presidencia de Hillary Clinton, el día siguiente esa pesadilla llamada Donald Trump desaparecerá con el alba y la larga noche que ha sido esta campaña presidencial en Estados Unidos se irá, regresando la claridad y la esperanza.

Eso no ocurrirá. Pues el daño ya está hecho, y la amarga fractura que sobre la vida civil, política y económica ha tenido y tendrá el fenómeno Trump quizá permanezca por un periodo y tenga consecuencias que en este momento son difíciles de imaginar.

Si las últimas encuestas son correctas y Hilary Clinton se convierte en la primera Presidenta de la nación más poderosa de la historia, la oriunda de Chicago lo habrá logrado a costa de enfrentar y vencer al representante de lo peor de la cultura estadunidense: el machismo atávico, el racismo persistente en el centro del país, la ignorancia anticientífica de los movimientos religiosos, el pánico a la migración, y el sueño de regresar a une economía endémica y cerrada en si misma.

Donald Trump supo concitar en su furiosa candidatura los retazos de esa cultura estadunidense que se resiste a morir: la cultura red neck, pueblerina y aldeana. Esa cultura da sus últimos, rabiosos coletazos ante la prevalencia de una cultura cosmopolita, globalizada, abierta a la migración y las ideas, dirigida con élites educadas y muchas veces lejos de los súbditos que gobiernan.

El motor de la globalización mundial se sitúa en las dos costas de los Estados Unidos: la atlántica y la del Pacífico, en donde se aposentan las mayores empresas del mundo, los grandes bancos y Sillicon Valley. Toda esa franja es sólidamente demócrata y enterrarán con una marejada de votos a Trump en noviembre.

Pero el centro continental masivo de los Estados Unidos, las grandes planicies y el sur somnoliento son los grandes bastiones conservadores, allí en donde Trump no sólo no ha perdido sino que con cada barbaridad sus adeptos parecen galvanizarse más y más.

La derrota de Trump, de concretarse (aún todo es posible), tendrá un efecto devastador sobre el Partido Republicano, asentado en ese centro continental para su supervivencia: lo dividirá, y lo radicalizará al punto de la fragmentación. No es descabellado esperar que de materializarse una derrota de Trump, trozos considerables de los republicanos, los conservadores más radicales, abandonen el partido buscando continuar la desquiciada aventura en la que embarcaron al Partido con la candidatura del fascista Donald.

Donald Trump no es un hombre de instituciones. Que no haya pagado impuestos en las últimas dos décadas, la forma en que trata al liderazgo republicano y su absoluto desdén por los principios morales retratan a alguien para quien la ley y el orden sólo sirven si es para salirse con la suya. No es descartable entonces que la noche de la elección él no reconozca el resultado, que llame a sus locos seguidores a desobedecer los resultados y provoque un desbordamiento de la extrema derecha política estadunidense.

Si eso ocurre Hillary Clinton y los demócratas deberán de reaccionar corriéndose a la derecha populista y no a la izquierda como muchos conservadores pregonan que ocurrirá. Clinton ya lo ha señalado: revisará el TLC, reescribirá el acuerdo Transpacífico, será más estricta en lo que respecto a la migración y la libertad económica. No es porque ese sea su credo, sino porque el daño ya está hecho.

El Partido Republicano, de materializarse esa división, sería el cuplable de su propio destino. Siempre jugó a la ultraderecha, siempre coqueteó con ese populismo diestro, racista y aldeano, que le sirvieron para hacerse con el control del vasto sur estadunidense al punto de tener absoluto control de la política local de esa zona.

A nivel nacional siempre balancearon a la extrema derecha sureña con el conservadurismo moderado e ideológico de las costas. Pero siempre dieron alas a su extremo: los neo, con de Newt Gingrich y Robert Dole, el infame Tea Party de Ted Cruz y Marco Rubio. Pero cuando Trump llegó con una retórica que hizo palidecer al Tea Party, arrasando con los breves diques que la extrema derecha del Tea Party ponía entre sus posturas y el racismo llano, las aguas se desbordaron y el Partido Republicano, ante el riesgo del desmoronamiento, no tuvo otro remedio que apoyar al Donald.

Pero si Trump, como parece que será, es derrotado, el efecto sobre el Partido será profundo, pues la extrema derecha ha salido del closet, y ha salido armada y desafiante, desbocada y sin pudor. Han encontrado a su campeón largamente esperado, se han desembozado y están listos para actuar. Si la mañana siguiente a la noche de la elección Trump sigue abanderándolos, lo seguirán. Si no, ellos seguirán por su cuenta, y producirán un realineamiento profundo del mapa electoral estadunidense.

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