Marco Gonsen

Memoria Flash

Marco Gonsen

14 Dic, 2016

Ericsson

El fundador de una de las más famosas marcas tecnológicas fue el vivo ejemplo de un workaholic. Desde las 7 de la mañana comenzaba su jornada para supervisar talleres y fábricas, involucrándose en los detalles más pequeños de los dispositivos ahí elaborados. Después se encerraba en su oficina para definir los contratos de su personal y por la noche llegaba a su mesa de dibujo para revisar los diseños de productos futuros. Y así le daban las 2 de la madrugada.

Aunque fue un obsesivo de controlar cada aspecto de su compañía, no se distinguió por ser un explotador. Por el contrario, estableció horarios de labores razonablemente cortos con salarios altos y atención médica gratuita para sus empleados, quienes lo vieron como un patriarca al que admiraban por su capacidad inventiva y destreza en el manejo de sus negocios.

Así fue Lars Magnus Ericsson, el hombre que en 2016 acumuló varios aniversarios redondos. El 1 de abril pasado se cumplieron 140 años de que inició la empresa de venta y reparación de equipos de telegrafía que lleva su apellido. El 5 de mayo se conmemoraron 170 años de que nació en la pequeña población sueca de Värmskog y el próximo sábado se le recordará a los 90 años de su fallecimiento.

Aquel emprendedor perdió a su padre –agricultor de oficio– a los 12 años. Primero debió trabajar en una granja para apoyar la economía familiar y luego aprendió los rudimentos de la herrería, al mismo tiempo que leía libros de mecánica y física de manera autodidacta. A los 30 años decidió ser su propio patrón e inició en Estocolmo el taller mecánico L. M. Ericsson & Co, con un socio y otros tres empleados que hacían todo tipo de encargos de ingeniería y que tuvieron como primer gran cliente al sistema estatal de ferrocarriles.

Sin que él lo supiera, tres semanas antes de que instalara su negocio en la cocina de un edificio, del otro lado del mundo ocurrió el hecho que marcaría su destino. El 7 de marzo de 1876, el inventor estadunidense Alexander Graham Bell recibió la primera patente del teléfono, que llegaría a Suecia año y medio después.

El 4 de marzo de 1878 Ericsson recibió un encargo para reparar seis de esos nuevos dispositivos. Una vez en sus manos, comenzó a detectar las debilidades en el diseño de Graham Bell y se dispuso a corregirlos y crear sus propias versiones, que combinaban un alto nivel de preciosismo estético y precisión ingenieril. Ejemplo de ello fueron los modelos de pared inspirados en la apariencia de los relojes decorativos –en cuya fabricación participaron expertos ebanistas y entre los que se distinguió un sofisticado diseño conocido como teléfono-púlpito–, así como los de mesa y escritorio, en los que experimentó todo tipo de figuras y carcasas.

En poco menos de un lustro, y ya con una plantilla de 50 empleados que trabajaban 65 horas a la semana auxiliados con una máquina de vapor, Ericsson compitió codo a codo con la Bell Company e invadió el mercado global. En el momento que cumplió dos décadas de vida, la compañía ya había fabricado 100 mil aparatos. Al comenzar el siglo XX, las ventas al extranjero representaban el 95 por ciento de su facturación.

Toda esta épica ha sido documentada exhaustivamente por la organización no lucrativa Centre for Business History de Estocolmo y está disponible en la página ericssonhistory.com, la cual refiere cómo en los años posteriores la compañía heredó y continuó la pasión de su fundador por dotar de belleza minimalista y practicidad a aquel entonces novedoso instrumento de comunicación.

Ericsson prevalece hasta nuestros días como un gigante de las tecnologías de la información, y aunque no dejó en los celulares la huella innovadora que imprimió en los aparatos a la antigüita, aun se recuerda cómo se asoció la década pasada con la japonesa Sony para lanzar conjuntamente una serie de móviles dotados de reproductor musical y cámara fotográfica, que le dio una sólida ventaja competitiva en el mercado portátil frente al iPod.

Hombre tímido, reacio a la publicidad sobre sí mismo y a los homenajes, escéptico de los graduados universitarios (“ingenieros de papel”, les llamaba), extremadamente pesimista y enemigo de involucrar a abogados en los negocios, pues creía que la palabra de un hombre era suficiente, Lars Magnus Ericsson murió a los 80 años el 17 de diciembre de 1926. No quiso que su tumba tuviera epitafio alguno, aunque con su legado inscribió el nombre de Suecia en la historia de la telefonía.

marco.gonsen@gimm.com.mx

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