Edgar Amador

Edgar Amador

3 Abr, 2017

Donald vs. Trump: la fierecilla domada

Donald Trump llegó a la Presidencia convenciendo y convencido de que llegaría a Washington tirando la puerta a patadas y cambiando el mundo en un santiamén. Hombre que desde que nació ha tenido su empresa en donde se hace su soberana voluntad, está sufriendo en carne propia la muestra de que el poder es como el mar: nada lo mueve, pero se mueve. Y no hay forma de pararlo.

El poder en el Estado democrático moderno es autónomo. El Presidente sólo jala una polea, aprieta un botón, o da un golpe de timón para encaminarlo en una dirección o en otra, pero nadie puede moverlo por sí solo, nadie puede voltearlo de cabeza. Incluso, en regímenes presidenciales tan absolutos como era el PRI mexicano de los años setenta, José López Portillo, quien representó la cúspide del poder unipersonal, razonaba que el Presidente es apenas “el fiel de la balanza”: el más igual entre pares que inclina a un lado o al otro el enorme peso del poder estatal.

Donald Trump, ignorante supino de la cosa pública, hizo creer y creyó, que manejar el poder del Estado era como manejar uno de sus clubs de golf: tronando los dedos y esperando el resultado.

Donald Trump fue electo como el héroe de la ultraderecha. Montado en la plataforma hiperconservadora, avasalló a los republicanos centristas y luego a los demócratas que la jugaron desde el centro. ¿Y quién le ha propinado a Trump la que ha sido su peor derrota política en tan sólo diez semanas de gestión? La ultraderecha que lo prohijó y cuyas banderas arropó para dinamitar al centro. No nada más no puede controlar el Estado, sino que no puede manejar a la ultraderecha que lo propulsó.

Como decíamos en un comentario anterior. Trump tiene dos opciones: o se entrega a la ultraderecha que tan bien le sirvió como candidato, pero que tanto le estorba como Presidente, y en ese caso, su Presidencia se acaba; o bien se corre hacia el centro y abraza a los republicanos de centro a quienes insultó y escupió durante la campaña, e incluso lanza una guirnalda a sus odiados demócratas si quiere sacar una agenda mínima en los próximos meses, en cuyo caso se ganará el odio de la ultraderecha.

La reacción inmediata de Trump ha sido la de repudiar a la ultraderecha, incluso con sus mortales tuits, y abrazar a quienes vapuleó: a los republicanos de siempre, a sus odiados políticos de Washington, mostrando que la mole del poder del Estado acaba siempre venciendo a aquellos que quieren escapársele: como la gravedad.

El mismo patrón salta por todos lados: Tillerson, el secretario de Estado, alabó a la OTAN y amenazó a Rusia, contraviniendo lo dicho por su jefe Donald Trump, quien había llamado a la alianza atlántica “obsoleta”. Sus órdenes ejecutivas para contener la migración de países musulmanes, demasiado extremas, han tenido que ser moduladas y archivadas ante la acción de jueces y juzgados. Y si el borrador de propuesta de modificaciones al TLCAN con México y Canadá filtrado por The Wall Street Journal la semana pasada es el documento que está siendo preparado, sería la mayor constatación de que la rabia espetada por el candidato Donald, se está transformando en los maullidos del presidente Trump ante la imposibilidad de conculcar el statu quo como él pensó e hizo pensar que podía hacerlo.

Trump tiene un par de tópicos urgentes en donde va a tener que tragarse enteritas las palabras del candidato Donald: para empezar, el presupuesto. Si Trump insiste en construir el muro frente a México y aumentar el gasto militar que el candidato Donald prometió, los republicanos, especialmente, los más conservadores que han jurado impedir que el déficit fiscal crezca, no lo van a acompañar y pueden darle un revés igual o peor que el del fallido repudio al Obamacare. La solución normal sería buscar el apoyo de los demócratas, pero ni Trump los va a buscar, porque sería aceptar que Donald se equivocó, ni los demócratas se van a ofrecer.

Todo esto ocurre en una arena en donde Trump ha visto que la popularidad que le dio el Donald se ha derrumbado, y que es el Presidente más impopular de la historia antes de cumplir los primeros cien días de gobierno. No tiene apoyo en los medios, sus hijos y yernos están siendo monitoreados por cínicos conflictos de interés, y el expediente de la influencia de Rusia y Putin en su campaña y gobierno no lo van a soltar en el corto plazo.

Y luego viene China. Esta semana Washington recibirá al líder chino Xi Jinping, y vamos a ver si Trump es tan vociferante como lo fue Donald.

Donald culpó a China de inventar el mito del calentamiento global; llamó al gigante asiático un manipulador de su divisa; juró revertir el monstruoso déficit comercial con ese país y habló, incluso, de beligerancia y rayas en el agua del mar de China. Vamos a ver si el Presidente confirma lo que dijo Donald. O si Trump se traga todas sus palabras.

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