Edgar Amador

Edgar Amador

8 May, 2017

Francia, capital del inglés

Tras el desembarco aliado en Normadía, una soldado inglés inscribió en una tumba de un panteón normando: “Hemos venido a liberar al conquistador”. La victoria de Emmanuel Macron en la presidencial francesa parece devolverles el favor, pues un credo anglosajón: la globalización y el liberalismo político, derrotado estruendosamente en sus dos patrias de origen; EU y el Reino Unido, acaba de ser salvado, al menos momentáneamente en uno de sus implantes mas reticentes: Francia.

Pocas naciones tienen una relación tan simbiótica y esquizofrénica como Francia e Inglaterra. La última ocasión que las islas británicas fueron conquistadas fue por el rey normando Guillermo
“el Conquistador”, en el año 1066, y en realidad Inglaterra nunca fue reconquistada ni liberada. Los normandos acabaron asimilados por Inglaterra, y un idioma peculiar, el inglés, surgió de la simbiosis del francés con las lenguas sajonas existentes. Aún hoy, la mayoría de la matrícula en Oxford y Cambridge consiste de jóvenes con apellidos normandos, mostrando el larguísimo impacto que la conquista normanda tuvo sobre Inglaterra y sus reinos.

La globalización fue concebida en las capitales anglosajonas: Londres y Washington, como una reedición del credo clásico liberal creado también por los ingleses en el siglo XVII y XVIII. El liberalismo, pero en escala planetaria, reforzado con poderosos ingredientes de economía monetaria y el libre flujo de capitales, fue disparado como la moda ideológica de finales del siglo XX tras la derrota estruendosa del bloque soviético. La seducción de la globalización la hizo imparable: el antiguo bloque soviético, el recluido sureste asiático, la atávica Latinoamérica y finalmente China, acabaron abrazando la globalización como la bandera que llevaría al mundo a la prosperidad y el desarrollo sostenido.

La globalización parecía imparable hasta que fue detenida (en retrospectiva, no podía ser de otra forma), justo allí en donde nació: en el Reino Unido y en Estados Unidos, en donde sendos movimientos populistas de derecha dieron voz al malestar creado por la globalización entre la población que ha sufrido los costos de la misma y están deteniendo de manera embarazosa la marcha de dicho proceso justo en su centro geográfico-económico.

El malestar de la globalización estalló justo en el epicentro y por eso es irónico que uno de los implantes más reacios del liberalismo y la globalización: Francia, haya decidido este domingo, con su voto, confirmar la marcha del proceso detenido en el mundo anglosajón, asignando una victoria resonante a Emmanuel Macron, el político más liberal del mundo occidental, quizá, desde Reagan-Tatcher.

En Francia el liberalismo y la globalización fueron vistos siempre con recelo. De cultura napoleónica, grandes burócratas y creyentes firmes en el rol estatal en la economía, a los franceses no se les da el liberalismo y, a pesar de poseer una cauda de trasnacionales de primera línea, la globalización fue aceptada siempre con resquemor y envidia a los anglosajones. Es irónico entonces que sea Francia en donde se defienda ahora al liberalismo y la globalización tras la claudicación del Reino Unido (con el brexit), y Estados Unidos (con el impresentable aislacionista Donald Trump) a seguir abanderando dicha causa. ¿O lo es?

El ascenso de Macron a la Presidencia francesa tiene dos componentes: uno común y otro particular a Francia. El común es el hartazgo de los votantes a los partidos tradicionales, y en Francia esto significa los gaullistas, los socialistas, pero también los comunistas (de allí el error histórico de Mélenchon). Emmanuel Macron supuso una figura fresca, ajena al statu quo institucional que tuvo la habilidad de romper el molde de la Quinta República. En eso radica su visión: leer el hartazgo existente.

Y es justo allí en donde reside la particularidad francesa. Si, los franceses, como muchos otros, están hartos del fracaso de la globalización para los muchos y su éxito, para los pocos. Están hartos, pero no locos. No están tan hartos como para abrazar al nazismo que significó casi la desaparición de su nación hace apenas setenta años. Su hartazgo, por mayúsculo que sea, no implica su autodestrucción. Y eso supo también leerlo Macron. Cuando los comunistas le pidieron abandonar su idea de flexibilizar el mercado laboral a cambio de su apoyo en la segunda vuelta, Macron se negó: sabe que incluso los comunistas se resignarán a cualquier alternativa antes que a los nazis.

¿Será suficiente la habilidad y sagacidad mostrada por Macron para hacer que Francia, aquejada por décadas de crecimiento paupérrimo, vuelva a crecer y a encontrar la joie de vivre? Se ve difícil. Pero esperemos con resignación. La garra nazi ha sido detenida por los franceses, y la república se ha preservado. Pero quizá sea la última oportunidad.

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