Edgar Amador

Edgar Amador

24 Jul, 2017

Media vida

Para Porfirio Muñoz Ledo

Hace cincuenta años, cumplir cincuenta años (como yo hoy que escribo esta columna) era muy distinto que cumplir cincuenta años hoy.

Mi nacimiento hizo a Abraham Zamora, de cuarenta y siete años, abuelo por primera vez, y por tanto esa edad implicaba ya estar en la vejez.

En finanzas se llaman “las tasas forwards”: ¿cómo será cumplir cincuenta años para un bebé que nazca hoy?

Mi generación fue el último estertor de lo que se llamó “la explosión demográfica”: una expansión difícilmente sostenible del crecimiento de la población mexicana, resultado de la revolución agrícola, la urbanización, el sistema general de salud y el nacimiento y extensión de la clase media, que hicieron que los mexicanos aumentáramos nuestra esperanza de vida al tiempo que manteníamos una tasa de natalidad muy elevada.

Mi padre fue el primer miembro de su familia en no ser campesino en las tierras de su familia en Nayarit; mi madre y sus hermanos fueron los primeros en no ser trabajadores de minas de carbón en el centro de Coahuila. Ellos y sus hermanos fueron los primeros de su linaje en vivir en ciudades.

Yo nací y crecí en ciudades, pero el eco del México rural, patente aún en la prevalencia de la música ranchera en el gusto de la mayoría, era reciente y cercano.

Yo soy fan devoto del ranchero, pero también del primer género urbano y globalizador de la cultura mexicana moderna: el rock and roll.

Será difícil pedirle al bebé que nazca hoy que sea fan del ranchero en cincuenta años, a menos que el género sepa renovarse y adaptarse al mundo urbano y globalizado que no detendrá su marcha.

El ranchero no ha incorporado al hip hop, por ejemplo. No incorporó la guitarra eléctrica como el flamenco español lo hizo con Camarón de la Isla. La sobrevivencia del ranchero será un reto en los próximos cincuenta años.

Cumplir cincuenta años en 1967 era difícil. Pero una vez llegado a esa edad, se podía esperar una vejez con buena calidad física. Hoy es crecientemente lo inverso. Llegar a los cincuenta años es socialmente fácil: la medicina ha posibilitado que sea un
logro social.

Pero la prevalencia de la obesidad y un caudal de malestares crónicos, especialmente la diabetes y padecimientos cardiovasculares, hacen que alguien que cumple cincuenta años hoy, quizá tenga una vejez de peor calidad que la que tuvo alguien que cumplió cincuenta años en 1967.

Hemos hecho un mal uso de nuestra esperanza de vida. En los últimos cincuenta años, los mexicanos hemos ganado un promedio de quince años o más de vida extra. Y la hemos malgastado.

Como sabemos que tendremos quin-
ce años más, llegamos a esos años extras con una peor salud de la que llegaban nuestros abuelos.

Llegamos a los cincuenta o sesenta plagados de enfermedades que no eran comunes para los cincuentones de 1967: diabetes, hipertensión, colesterol altísimo.

Todo producto de una dieta saturada de grasas, azúcar y proteínas animales que hace cincuenta años no existía.

Como consecuencia de ello: nuestra vejez, en promedio, será de una calidad menor a la de los cincuentones de hace cincuenta años. No hemos sabido aprovechar lo que hemos ganado en esperanza de vida.

Si no cambiamos pronto nuestra dieta, seremos viejos con padecimientos crónicos que representaremos un impuesto gravoso a nuestros hijos y a nuestros pocos nietos.Habremos extendido nuestra esperanza de vida, pero deteriorado la calidad de la misma en la vejez.

Milán Kundera en La Broma incluye un pasaje abominando de la juventud. Es sintomático. A Kundera y su generación le tocó ver cómo la sociedad dejó de apreciar la sabiduría de la vejez, atributo propio de las sociedades rurales, y comenzó a endiosar la energía de la juventud, característica de las sociedades urbanas.

Hace cincuenta años, la vejez era encomiable, y la juventud era un desperdicio. Hoy, la exigencia de juventud nos obliga a permanecer jóvenes más tiempo.

Somos chavorrucos, exigidos a permanecer en la fuerza laboral, al menos, quince años más de lo que nuestros abuelos eran exigidos.

La etapa de la sabiduría ha sido pospuesta en casi dos décadas con el fin de que permanezcamos activos al mismo nivel durante más tiempo: la juventud se nos impone como una tiranía que nos hace ver cómicos a veces.

El día que yo nací, hace cincuenta años, Porfirio Muñoz Ledo cumplía treinta y cuatro años. Desconozco qué hacía ese día, pero si sé que hacía a los cincuenta y cuatro años: estaba igual que yo en el Zócalo de la Ciudad de México, tratando de fortalecer la democracia en este país. Con los años, lo conocí y las conversaciones con él son un tesoro enorme.

Nacimos el mismo día, en el mismo país. Comparo su generación y la mía, y la forma en que las dos interactuamos.

Pienso que ambas generaciones tienen una obligación en dejar para la que nace hoy, un mundo viable para que puedan celebrarlo dentro de cincuenta años.

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