Ángel Verdugo

Economía sin lágrimas

Ángel Verdugo

8 Ago, 2017

En recuerdo de Marcelino Perelló

 

Conocí a Marcelino desde los primeros días del Movimiento de 1968; su presencia, imposible no advertirla. Una bella mujer empujaba, con dificultades, la silla de ruedas a la cual estaba obligado por un problema físico. (Para aquellos que como el burro que tocó la flauta, no saben ni por qué, no era Rosa Luz Alegría. Antes de decir mentiras, averigüen).

Pronto, por mis afinidades políticas–pertenecía al grupo encabezado por Raúl Álvarez y Gilberto Guevara—, supe que Marcelino era adversario político de ambos debido a diferencias profundas con motivo de la militancia de los tres en la Juventud Comunista. Las diferencias con Raúl iban más allá, por razones personales que no me corresponde comentar.

Después del 2 de octubre, cuando los principales dirigentes fueron capturados ese día o algunos ya estaban en Lecumberri, compartí con Marcelino todas las sesiones del CNH. Muy pocos de los integrantes éramos miembros desde los primeros días del Movimiento.

Durante esos dos meses, tuve desencuentros fuertes con Marcelino; sin embargo, por encima de ellos, siempre privó el entendimiento y la colaboración entre nosotros. No olvidemos que esos sesenta días fueron, aun cuando muchos se niegan a aceptarlo, los más difíciles del Movimiento.

Después del 2 de diciembre de ese año, cada uno de nosotros tomó un camino diferente; él, salió del país y vivió fuera más de 15 años. Yo preferí quedarme y, poco más de tres años y medio después, fui capturado y debí pasar casi cuatro años en Lecumberri.

Me reencontré con Marcelino años después, y la relación aquélla del 68 se convirtió en una camaradería natural basada en el afecto. Compartimos algunos programas de televisión relacionados, como es obvio imaginar, con el Movimiento donde ambos habíamos participado.

Una vez fuera de la cárcel e incorporado a la vida profesional, alejada no sólo de la vida política, sino académica, pude valorar la valía y cualidades de Marcelino. En esa recapitulación obligada, aquellas diferencias y rechazo producto de mi pertenencia al grupo de Raúl, dieron paso al reconocimiento pleno de quien, no me avergüenza decirlo, aprendí más de lo que yo mismo pensaba.

A mi regreso de Sonora, hace ya 14 años, cada nuevo encuentro con Marcelino me ratificaba lo que de él pensaba como persona, y lo que todavía me faltaba por aprenderle.

Si bien es hoy un lugar común afirmar que Raúl Álvarez fue el gran dirigente del 68, debería decirse también, que el más lúcido, quien mejor entendió el Movimiento, fue Marcelino. El otro elemento que no debo dejar de mencionar es que Marcelino fue, sin duda, de los dirigentes del 68, el más congruente.

Sé que a muchos molestará este último juicio; sin embargo, una de las cosas que le aprendí a Marcelino, es a no temer a decir lo que uno piensa. Hoy, no van a faltar quienes, sin haberlo conocido, lo cubrirán de insultos y los que, habiéndolo hecho, jamás entendieron sus cualidades y congruencia.

Marcelino, como todos, tuvo muchos errores; cada uno de los que participamos como dirigentes del Movimiento, nos equivocamos en muchas cosas; ése no es el punto, sino haber sido capaces de reconocerlos. En ese sentido, Marcelino fue congruente.

Hoy, los mediocres que hace unos meses aprovecharon un error para buscar la luz del reflector, estarán contentos; otros, lanzarán insultos sin ponerse a pensar que, digan lo que digan, Marcelino fue un fuera de serie. Él era irreverente, políticamente incorrecto y provocador, pero por encima de todo eso, también fue y supo, siempre ser amigo. Muchas fueron sus virtudes, y más su inteligencia.

Hoy, quiero pedir a quienes fueron sus amigos, que no se les ocurra decir en momento alguno: ¡Descanse en paz! Lo que menos le habría gustado que dijeran a su muerte, habría sido eso. Parece que lo escucho decir: ¿Descanse en paz? ¡Ni madres!

Ése fue y así fue, al menos para mí, Marcelino.

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