Edgar Amador

Edgar Amador

21 Ago, 2017

La revolución gringa

 

Una guerra civil está ocurriendo en Estados Unidos. De baja intensidad aún, pero de manera muy clara. Como fantasmas cabalgando del pasado, las dos grandes tendencias que forjaron a esa nación: el aislacionismo y la segregación; y el globalismo y la integración racial, han roto su pacto de civilidad y en múltiples ciudades e instancias la acrimonia social va en aumento, azuzada desde arriba por el lamentable liderazgo de Donald Trump, quien está decidido a enfrentar abiertamente a la mayoría de los estadunidenses, los cuales no votaron por él y a quienes gobierna por virtud de un mecanismo electoral atávico.

El fantasma del General Lee, el gran militar que defendió hasta el final al sur esclavista, provocó el ataque violento de supremacistas en Charlottesville, en lo parece ser el inicio de una ola creciente de abiertas manifestaciones nazis en Estados Unidos, protegidos por su campeón, Donald Trump. La reacción liberal al abierto despertar supremacista ha sido firme, abierto y vocal, pero a la defensiva. Los supremacistas sienten tener de su lado el poder del Estado. Se equivocan al respecto, pero no en un hecho: tienen de su lado el cerebro y la bocaza de Donald Trump: un descarado supremacista.

El Estado norteamericano se encuentra en un difícil dilema: ¿cómo conciliar su naturaleza incluyente y compleja con la visión y el discurso ramplón y segregacionista de su propio líder? Es claro que Trump está cada vez más solo y que el complejo ente que es el Estado estadunidense, nucleado alrededor de los intereses económicos, culturales y militares, está cada vez más desesperado con su Presidente, quien está empeñado en implantar tercamente su visión mequetrefe y supremacista del mundo.

Ha habido líderes del Estado ruines, pero eran también estratégicos. Reagan tenía una visión simplista del mundo, pero su enorme carisma provocaba que los demócratas hicieran grandes esfuerzos para mantener en sus filas a sus militantes: Trump ha galvanizado a los demócratas y muy pocos han abandonado la frontal oposición al Presidente.

En su más reciente diatriba, Trump ponderaba al general Lee acusando de esclavistas a Washington y a Jefferson, reflejando lo ramplón de su concepción de la historia y, por lo tanto, del presente y, por lo tanto, del futuro que él quiere para Estados Unidos.

Un Presidente que, de manera abierta, quiere enfrentar a la mayoría de sus ciudadanos (Clinton tuvo más de tres millones más que Trump), lo que causará una división social en su país que seguramente se reflejará en debilidad económica y quizá militar o estratégica, de persistir tal intención. Tal división coincide con la intención y la ascensión constante de China como el hegemónico alternativo y con el abandono de Estados Unidos como el factor de estabilidad en Asia-Pacífico, la zona que será predominante en el capitalismo de este siglo.

Este fin de semana un intento de los supremacistas para manifestarse en Boston, el corazón liberal de Estados Unidos, fue recibido por una demostración masiva de un arcoíris de personas proveniente de todas partes del espectro económico y cultural, hasta el punto en que la manifestación tuvo que ser suspendida por sus organizadores, abrumados por la mayoría de opositores.

La acrimonia no se detendrá por una sencilla razón: su principal instigador es el Presidente mismo. A pesar de que las fuerzas del Estado están ejerciendo su capacidad de autoconservación y antes de inmolarse en una ruta suicida al sesgarse hacia el supremacismo y al aislacionismo, están expulsando a los miembros más radicales de la coalición de ultraderecha que llevó a Trump a la Presidencia (como el milenarista Steve Bannon), existe un miembro de esa coalición a quien no pueden expulsar: Donald Trump.

En la base los estadunidenses están viviendo una guerra civil o, digamos, una guerra de guerrillas civil: enfrentamientos numerosos de baja intensidad extendidos por el territorio. Pero en la cúspide del Estado el enfrentamiento no es menos agrio y es, incluso, más virulento: el bloque que incluye al secretario del Tesoro: Steven Mnuchin; al estratega económico, Gary Cohn, y al yerno del Presidente, Jared Kushner, todos judíos y quienes representan a Wall Street, se han enfrentado con éxito creciente al ala ultraderechista dentro de la Casa Blanca y están conformando una administración más armónica con los intereses estratégicos del Estado y cada vez más lejos del desquiciante modelo del supremacismo.

Han sido capaces de expulsarlos a casi todos y la caída, la semana pasada, de Steve Bannon es muy sintomática: en el balance de poder interno del Estado, Wall Street ha prevalecido sobre los intereses aldeanos de la ultraderecha. Pero un supremacista sobrevive: Donald Trump, y es allí en donde la estrategia de Cohn-Mnuchin encuentra su límite: podrán deshacerse de sus enemigos dentro del Estado, pero no pueden deshacerse de Trump.

 

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