De Derechos Humanos y la Animeecheri k´uinchekua

Acciones contra la pobreza -
El caso de la Animeecheri k’uinchekua es sólo un ejemplo de cómo se ejerce, quizá incluso sin saberlo, el derecho a la vida cultural comunitaria. Foto: Andrés Márquez Noriega
El caso de la Animeecheri k’uinchekua es sólo un ejemplo de cómo se ejerce, quizá incluso sin saberlo, el derecho a la vida cultural comunitaria. Foto: Andrés Márquez Noriega
Trabajar en una organización que, entre otras cosas, realiza diario acciones para que todos y todas podamos ejercer y gozar plenamente de nuestros derechos nos puede hacer caer en el error de sólo reconocer la vulneración de derechos de los grupos más marginados, pero difícilmente miramos en retrospectiva para preguntarnos si nosotros ejercemos en verdad nuestros derechos de manera plena. 
 
En un ejercicio de reflexión hecho recientemente, donde se pedía a voluntarios universitarios compararla situación propia con la de familias que viven en colonias informales y con altos índices de pobreza, identificando qué derechos ejercen ambos grupos, cuáles no ejercen ninguno y cuáles ejerce sólo un grupo, nadie hizo mención de algún derecho del que “los pobres” gozaran y los voluntarios no. 
 
Esto da cuenta de cómo muchas veces es más fácil mirar lo que le hace falta “al otro” antes de preguntar que nos hace falta a nosotros mismos, sobre todo en materia de Derechos Humanos.
 
Para objeto de este artículo, la discusión se centrará en un solo derecho universal: el gozo y acceso a la cultura. La cultura que, dijo Vargas Llosa, “está en nuestros días apunto de desparecer” (2012). 
 
La civilización de la que somos parte, la civilización del espectáculo, explica, es “un mundo donde el primer lugar de la tabla de valores vigentes lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal […] convertirlo en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura” (Vargas Llosa, 2012). 
 
Este literato y ensayista peruano no es, sin embargo, el único que ha analizado esta transformación o decadencia de las producciones culturales actuales. Los autores de la Escuela de Frankfurt, desde poco antes de mediados del siglo pasado, analizaron la cultura en la civilización post-industrial y al nuevo modelo cultural –valorativo e ideológico- le acuñaron el nombre de pseudocultura. 
 
Para esta red de pensadores más o menos contemporáneos, la mass-media y las industrias culturales se dedican únicamente a la producción de mensajes estandarizados, baratos y desechables -agregaría Bauman– como reacción inevitable a la sociedad de consumo, y así, a través de fórmulas ya conocidas por ellos, generan estímulos de entretenimiento que rebajan los procesos intelectuales y sensitivos del receptor; quien se vuelve un mero consumidor pasivo sin capacidad de análisis causal y crítico…
 
¿Cuántos de nosotros no se identifican como parte de este tipo de sociedad? De Game of Thrones a María de Todos los Ángeles, de Romeo Santos a la Filarmónica de Jalisco, los museos, los teatros, la literatura, parece que todo consumo cultural contemporáneo, ya sea caro o barato, bueno o malo, no es más que eso: consumo. Entretenimiento, acumulación, pasividad.
 
Realmente no sé si algo de esto tenga o no que ver con lo que pensaban los redactores de la declaración de Derechos Humanos en 1948, pero parece claro que día tras día se nos niega a muchos de nosotros, desde nuestra misma pasividad y desde distintas herramientas del mass-media, nuestro derecho al gozo y acceso a la cultura; auténtica, propia, viva, colectiva.
 
Por el otro lado, en algunos municipios –sino es que en todos- de Michoacán, uno de los estados considerados con mayores índices de pobreza de la República Mexicana, el pueblo Pu’rhépecha manifiesta su cultura, viva y comunitaria, entre en otros momentos, en la celebración de la Animeecheri k’uinchekua el 1 y 2 de noviembre de todos los años. 
 
El llamado por nosotros “Día de muertos” es una de las tradiciones con raíces prehispánicas más profundas que a la vez se conjuga con las creencias judeo-cristianas herederas de la Colonia, así, se reafirman los lazos culturales en un sentido comunitario, reflejando la visión del mundo, de la vida y la muerte, de este pueblo milenario. 
 
A través de este rito se cumplen ciclos anuales; la fiesta de las ánimas coincide con el levantamiento de las cosechas y el fin de temporada de lluvias, por lo que la ofrenda de los altares, en especial la fruta, es también un agradecimiento a la tierra por el cierre del ciclo agrícola, a la vez que se fortalecen los compromisos comunitarios y se convive de forma colectiva. Claro está que no se libra, lamentablemente, de la abrasadora ansia de acumulación del sistema económico actual. 
 
En un artículo on-line de Pavel Ulianov, (del sitio purepecha.mx, página comunitaria de comunicación indígena P’urhépecha) nos explica, citando al profesor Hiriat Pardo (2006) y al grupo Kw’ainskuyarhani (2004), cómo “en las últimas décadas ha sido explotada irracionalmente por el gobierno de Michoacán y las alcaldías, dónde los sitios de tradición han degenerado en cantinas masivas, por lo anterior, es necesario repensar los estudios sobre el tema, las campañas de difusión turísticas, las reglamentaciones para los mismos, pero el quid de la cuestión, es hacer válido el derecho a la consulta que tiene las comunidades P’urhépecha y establecer verdaderas políticas públicas que beneficien y no agraven esta histórica ceremonia”.
 
Independientemente de esto, mestizos e indígenas reafirman su identidad a través de una de las manifestaciones culturales más hermosas y espirituales que, al menos yo, conozco. 
 
Panteones y casas se llenan del dulce olor de la flor de tirínguini (cempaspuchil en náhuatl castellanizado), haciendo figuras, mostrando caminos y llenando de color el ambiente. Veladoras, velas, inciensos y fogatas flamean los altares dando un toque místico y mágico, la comida y bebida favorita del difunto, el papel picado, las calaveritas de azúcar, pan de muerto, cantos y rezos; todo esto acompaña a los familiares P’urhépechas en su velación a “los angelitos” y fieles difuntos durante toda la noche, “uniendo el pasado con el presente, conservando un sentido dual alegre y solemne” pero sobre todo, donde “cada persona y elemento que intervienen cumplen un papel específico para realizar la celebración” (ibídem). 
 
 
Esta festividad, se basa en un principio de reciprocidad característico de la vida comunitaria indígena, donde la supervivencia y el funcionamiento de la comunidad dependen del intercambio de bienes y favores entre sus integrantes, incluyendo a los difuntos, quienes actúan como mensajeros entre lo humano y lo sagrado: la tierra.
 
El caso de la Animeecheri k’uinchekua es sólo un ejemplo de cómo se ejerce, quizá incluso sin saberlo, el derecho a la vida cultural comunitaria. Afortunadamente, hay cientos de ejemplos en el continente y, paradójicamente, se manifiestan mucho más en poblaciones vulnerables o  “pobres”. 
 
En su artículo “Cultura, descolonización y buen vivir”, el educador popular argentino Eduardo Balán afirma que “existen en Latinoamérica más de 120 mil experiencias y organizaciones sociales de base territorial que trabajan en torno a la producción y distribución de bienes culturales en sus comunidades, sin fines lucrativos e inscritas en procesos de democratización y desarrollo local: centros culturales, bibliotecas populares, agrupaciones de hip-hop y rap, colectivos de muralismo, plástica en general, producción audiovisual, grupos de teatro comunitario, arte callejero, circo”, colectivos de contra-literatura, “radios y plataformas virtuales comunitarias, rescate de prácticas ancestrales y culturales, etc. Que movilizan a cerca de 200 millones de personas anualmente en festividades de carácter barrial y comunal” (2012).
 
Cabe aclarar que con esto no se está diciendo que la lucha por los Derechos Humanos de los grupos marginados deba cesar, pero sí que tenemos mucho que aprender de las comunidades y barrios que, aun viviendo en situación de pobreza, reafirman día a día su identidad cultural a través de distintos medios que empoderan y refuerzan los lazos de convivencia de sus comunidades. 
 
Tenemos mucho que aprender nosotros, como sociedad fragmentada e individualista, consumidora de entretenimiento, de aquellos a quienes muchas veces pretendemos enseñar.
 

Aclaración:
El contenido mostrado es responsabilidad del autor y refleja su punto de vista.
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