¿Para qué sirven las empresas en el régimen capitalista?

A lo largo y ancho de Occidente, el capitalismo no está funcionando tan bien como debería. A pesar de que abunda el empleo, el crecimiento es lento, hay una enorme desigualdad y el medioambiente sufre abusos.
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¿Para qué sirven las empresas en el régimen capitalista? Foto: Reuters
¿Para qué sirven las empresas en el régimen capitalista? Foto: Reuters

CIUDAD DE MÉXICO.- A lo largo y ancho de Occidente, el capitalismo no está funcionando tan bien como debería. A pesar de que abunda el empleo, el crecimiento es lento, hay una enorme desigualdad y el medio ambiente sufre abusos.

Lo lógico sería que los gobiernos aplicaran reformas para lidiar con estas dificultades, pero en muchas áreas la política está estancada o es inestable. Entonces, ¿quién podrá defendernos?

Cada vez más personas están convencidas de que la clave está en recurrir a las grandes empresas para que ayuden a resolver nuestros problemas económicos y sociales. Incluso los jefes estadounidenses que tienen fama de implacables están de acuerdo.

Esta semana, más de 180 de ellos, incluidos los directores de Walmart y JPMorgan Chase, en un giro total con respecto a las acciones ortodoxas de las últimas tres décadas, declararon que sus empresas ya no tendrán como único objetivo servir a sus propietarios, sino que ahora también estarán al servicio de sus clientes, empleados, proveedores y comunidades.

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Fábrica de Tesla en Shangai. Foto: Reuters

En parte, los motivos de estos directivos son tácticos. Esperan evitar que el sector izquierdista del Partido Demócrata ataque a las grandes empresas. No obstante, esta acción también responde en parte a un cambio en las actitudes hacia las empresas a ambos lados del Atlántico. Los jóvenes quieren trabajar para empresas con una postura firme en cuanto a los temas morales y políticos de la actualidad.

Políticos de distintas afiliaciones esperan que las empresas atraigan inversiones y generen empleos en casa.

Por desgracia, aunque tengan las mejores intenciones, esta nueva forma de capitalismo colectivo causaría más mal que bien, pues correríamos el riesgo de atrincherar a una clase de directores ejecutivos sin ninguna obligación de rendir cuentas y sin legitimidad alguna. Además, constituiría un peligro para la prosperidad a largo plazo, la condición básica para que el capitalismo tenga éxito.

Desde que se estableció la responsabilidad limitada de las empresas en el Reino Unido y Francia en el siglo XIX, se ha debatido qué puede esperar la sociedad a cambio. En los años cincuenta y sesenta, Estados Unidos y Europa experimentaron con el capitalismo gerencial, en el cual las empresas gigantes trabajan en colaboración con el gobierno y los sindicatos para ofrecer a los trabajadores seguridad laboral y buenas prestaciones.

Sin embargo, después del estancamiento de los años setenta, la creación de valor para los accionistas pasó a primer plano; las empresas querían maximizar la riqueza de sus propietarios y, en teoría, maximizar también de esta forma la eficiencia. Los sindicatos perdieron fuerza y la creación de valor para los accionistas conquistó primero a Estados Unidos, y más tarde a Europa y Japón, donde todavía va ganando terreno.

En términos de ganancias, es todo un triunfo: en Estados Unidos, aumentaron del cinco por ciento del producto interno bruto en 1989 al ocho por ciento en la actualidad.

Precisamente este marco es el que está en peligro. Parte del ataque se concentra en la idea de que se ha perdido cierta ética empresarial, con ejemplos que van desde los banqueros que exigen bonos y rescates al mismo tiempo, hasta la venta de miles de millones de pastillas de opioides a personas con adicción a las drogas.

No obstante, la principal queja es que crear valor para los accionistas produce malos resultados económicos. Se acusa a las empresas que cotizan en bolsa de toda una serie de pecados, desde obsesionarse con las ganancias a corto plazo hasta ignorar la inversión, explotar a sus empleados, bajar los sueldos y no pagar por las consecuencias catastróficas de sus acciones en el exterior, en especial la contaminación.

No todas estas críticas están bien fundadas. La inversión en Estados Unidos se encuentra en línea con los niveles históricos en relación con el PIB, e incluso es más alta que en los años sesenta. El horizonte de inversión del mercado bursátil estadounidense es más largo que nunca antes, a juzgar por la proporción de su valor derivado de ganancias a largo plazo. Las empresas con promesas por cumplir, como Amazon y Netflix, son muy populares.

De cualquier forma, algunas de las críticas sí tienen fundamento. La proporción que reciben los empleados del valor creado por las empresas en realidad ha bajado. Con frecuencia, los consumidores llevan las de perder y la movilidad social se ha desplomado.

Con todo, la reacción popular e intelectual en contra del valor creado para los accionistas ya ha comenzado a cambiar el proceso corporativo de toma de decisiones. Los directivos respaldan causas sociales que son populares entre sus clientes y empleados.

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Fábrica de Tesla en Shangai. Foto: Reuters

Las empresas invierten capital por motivos distintos de la eficiencia: Microsoft ha decidido otorgar 500 millones de dólares de financiamiento para nueva vivienda en Seattle. El presidente Donald Trump presume de la presión que ejerce sobre los directores de empresas para definir dónde construyen fábricas. Algunos políticos esperan ir más allá.

Elizabeth Warren, demócrata que participa en la contienda para llegar a la Casa Blanca, pretende que la constitución de empresas sea materia federal, de manera que sea posible revocar sus licencias en caso de abusos en contra de los intereses de sus empleados, clientes o comunidades. Todo esto presagia un sistema en el que las grandes empresas determinan e intentan cumplir metas sociales amplias, en vez de limitarse a sus propios intereses.

Todo suena muy bien; el problema es que el capitalismo colectivo tiene dos defectos: no existe la rendición de cuentas y tampoco hay dinamismo. Consideremos en primer lugar la rendición de cuentas. No se ha definido con claridad qué harán los directores ejecutivos para saber lo que la “sociedad” quiere de su empresa. Es probable que sean políticos, grupos activistas y los mismos directores ejecutivos quienes lo decidan, y que la gente común y corriente no tenga ni voz ni voto.

En los últimos veinte años, tanto la industria como el sector financiero se han visto dominados por grandes empresas, así que un pequeño número de líderes empresariales poco representativos tendrán un poder inmenso para fijar metas de la sociedad que van mucho más allá de los intereses inmediatos de su empresa.

El segundo problema es el dinamismo. El capitalismo colectivo evita el cambio. En un sistema dinámico, las empresas deben sacrificar por lo menos a algunas partes interesadas: algunos deben reducir su número para reasignar capital y trabajadores de industrias obsoletas a otras nuevas. Por ejemplo, si se quiere resolver el cambio climático, las petroleras tendrán que enfrentar grandes reducciones a su trabajo.

Los partidarios de los gigantes corporativos de la era gerencial de los años sesenta por lo regular olvidan que AT&T timó a los consumidores y General Motors fabricó automóviles inseguros y caducos. Ambas empresas representaban valores sociales que, incluso en esa época, eran estrictos. Las protegió, en parte, estar involucradas en proyectos sociales más amplios, como programas de capacitación laboral, proyectos científicos de clase mundial o respaldar la estructura de Detroit.

Para que el capitalismo funcione mejor para todos, en vez de limitar la rendición de cuentas y el dinamismo, en realidad ambas áreas deben reforzarse. Para tal efecto, los propietarios de las empresas deben fijar sus objetivos, no los ejecutivos ni los activistas.

Quizá algunos se obsesionen con las metas a corto plazo y los resultados trimestrales, pero por lo regular se debe a que la administración es mala. Otros pueden preferir objetivos de acción social, y ojalá tengan buena suerte. Pero la mayoría de los propietarios y empresas optarán por maximizar el valor a largo plazo, porque es bueno para el negocio.

También es necesario que las empresas se adapten a las preferencias cambiantes de la sociedad. Si los consumidores quieren café producido conforme a los lineamientos del comercio justo, hay que dárselo. Si los egresados universitarios evitan a las empresas carentes de valores éticos, los patrones tendrán que hacer ajustes.

Una buena manera de lograr que las empresas mejoren en cuanto a su receptividad y rendición de cuentas es tener más accionistas. La proporción de hogares estadounidenses con exposición al mercado de valores (de manera directa o a través de fondos) es tan solo del 50 por ciento, y por lo regular los ricos tienen muchas más acciones.

El sistema fiscal debe alentar más a los contribuyentes a adquirir acciones. Los beneficiarios reales de los planes de pensiones y los fondos de inversión deberían poder votar en las elecciones de las empresas; este poder no debe dejarse en manos de unos cuantos barones de la industria gestora de activos.

La rendición de cuentas solo cumple su función si existe competencia. En consecuencia, bajan los precios, se impulsa la productividad y se garantiza que las empresas no puedan recibir por periodos prolongados ingresos exageradamente altos. Más aún, alienta a las empresas a prever las preferencias cambiantes de los clientes, empleados y reguladores, por temor a que algún rival se les adelante.

Por desgracia, desde los años noventa, la consolidación ha provocado que dos terceras partes de las industrias de Estados Unidos estén más concentradas. Por su parte, la economía digital parece tender hacia el monopolio.

Si las ganancias se encontraran a niveles históricos normales y los empleados del sector privado recibieran los beneficios, los salarios serían un seis por ciento más altos. Si revisamos la lista de las 180 empresas estadounidenses que firmaron la declaración esta semana, observamos que muchas pertenecen a industrias que en realidad son oligopolios, como las tarjetas de crédito, la televisión por cable, los negocios de venta al por menor de medicamentos y las aerolíneas, que les cobran de más a los consumidores y tienen una pésima reputación en materia de servicio al cliente. Por supuesto, ninguna de ellas está dispuesta a reducir las barreras para que haya más competencia en su sector.

Es cierto que una economía sana y competitiva necesita un gobierno efectivo que se encargue de actividades como verificar el cumplimiento de las normas antimonopolio, controlar las actividades excesivas de cabildeo y favoritismo y combatir el cambio climático. Ese sistema de gobierno en excelente operación no existe en la actualidad, pero permitir que los directores de las grandes empresas lo remplacen no es la respuesta.

El Occidente necesita innovación, participación amplia y firmas diversas que se adapten con agilidad a las necesidades de la sociedad. Esa es la verdadera forma culta de capitalismo.

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