Las calles de México pudieron cubrirse de flores de cerezo como Japón pero algo falló en el intento.
Se dice que todo comenzó cuando en 1912, el alcalde de la ciudad de Tokio, Yukio Ozaki obsequió a Estados Unidos 3 mil árboles de cerezo que fueron plantados allí mismo. En poco tiempo florecieron y al iniciar la primavera, la ciudad estaba cubierta de cerezos. Tan es así, que actualmente, cada año se festeja el florecimiento de los cerezos en el festival Cherry Blossom.
Casi veinte años después, el entonces presidente de México, Pascual Ortiz Rubio (cuyo mandato sólo duró de 1930 a 1932) pidió al gobierno japonés que le donara árboles de cerezo para colocarlo en las calles de la CDMX como símbolo de amistad entre ambos países. Antes de hacerlo, el Ministro de Exterior japonés pidió su opinión a un experto: Tatsugoro Matsumoto, un migrante que llevaba años de vivir en México y que había trabajado adornando los jardines de las familias más acaudaladas del país.
Después de pensarlo por varios días, Tatsugoro argumentó que ese tipo de árboles no crecerían en la Ciudad de México pues necesitarían un cambio de clima aún más brusco que el que se experimentaba en ese tiempo en la transición de estaciones.
Por sus habilidades y conocimiento en horticultura, cuando el gobierno mexicano le preguntó qué flores podían crecer en la capital del país, sugirió las jacarandas.
El clima era el adecuado para que florecieran y no eran tan delicados como los cerezos, incluso podían resistir largas temporadas de sequía sin que se marchitaran. Estas flores ya habían sido plantadas en Perú y otros lugares de Sudamérica con climas cálidos y aún más secos que México.
¡Agracedemos la decisión!
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