Edgar Amador

Edgar Amador

4 Feb, 2019

La reforma fiscal que nos falta

Calibrar cuál es la tasa de impuesto adecuada no es una ciencia, es un oficio. Hay países con muy altas tasas impositivas, como los nórdicos, donde la economía, la salud y la sociedad funcionan bien. Asimismo, hay países con bajas tasas impositivas, como Mónaco, Australia y Austria, donde las cosas también marchan bien. Pero en todas esas economías algo es cierto: los impuestos de los gobiernos locales se cobran y son significativos. Encabezados por el impuesto predial, las contribuciones locales son el sustento de la provisión de bienes y servicios públicos en los países avanzados y, entre los emergentes, en los que más fuerte compiten tanto México como Brasil.

En nuestra entrega anterior comentábamos la importancia y equilibrio del impuesto predial: de su equidad y eficiencia. Los mismos calificativos pueden aplicarse a los gravámenes aplicados a la propiedad inmobiliaria, como los que gravan el impuesto sobre la renta y la compra-venta de inmuebles en México.

El primero de estos impuestos es recaudado por el gobierno federal y el segundo por los gobiernos locales (aunque no todos lo cobran).

Los impuestos a transacciones de activos tienen un diseño deseable para la política pública, gravan progresivamente a quienes tienen mayor capacidad para tributar.

Hace ya un par de siglos, los franceses hicieron una división de las potestades fiscales que ha probado ser tan adecuada que, con pocas modificaciones, prevalece hasta hoy: los gobiernos nacionales recaudan los impuestos provenientes del ingreso y del consumo, así como los del comercio exterior; mientras que los gobiernos locales recaudan los impuestos ligados a la propiedad y los derechos por el uso de servicios públicos (como el agua). El diseño es simple y es una gran idea: los gobiernos nacionales gravan los flujos, mientras que los gobiernos locales gravan los activos.

Para las familias, el activo más importante es su casa, pero el segundo más importante es el auto, y aquí tenemos un tremendo problema. Una decisión populista e irresponsable derogó la tenencia federal en México hace casi una década, introduciendo un caos en la coordinación fiscal del país, y una peligrosa perturbación en los registros vehiculares de todos los estados. El daño ha sido tal que, aun hoy, la pérdida de recaudación por la eliminación de la tenencia no ha podido ser subsanada en la mayoría de los estados y ha clausurado opciones para gravar ese activo, el auto, que debe de ser gravado por razones de equidad, ecológicas, de tráfico y de seguridad vial y peatonal.

El auto es un bien que epitomiza el desarrollo económico, la libertad de movimiento y el acceso a la clase media. Es una industria que da empleos y salarios a millones de personas. Pero el auto debe de ser gravado, la decisión de Felipe Calderón de eliminar la tenencia federal creó el incentivo a que los estados compitieran entre sí mismos por congraciarse con los contribuyentes y ocurrió lo que la teoría de juegos predice que sucederá: la tenencia ha sido prácticamente eliminada y, allí donde subsiste, es evadida masivamente, pues el auto es la definición misma de la movilidad, así que puede ir de un lado a otro buscando los impuestos más bajos (a diferencia del predial).

El uso del automóvil implica muchas externalidades negativas: contamina, quita espacio a los peatones y a las áreas verdes, corre el riesgo de atropellar a la gente, causa tráfico. Los economistas descubrieron hace mucho tiempo cuál es la mejor manera de compensar las externalidades negativas: con impuestos. No gravar el auto implica que todas esas externalidades negativas no tienen financiamiento para ser remediadas. No gravar el auto es una ineficiencia enorme para la economía mexicana, sobre todo para los grandes centros urbanos, que absorben la mayoría de las externalidades negativas de su uso.

¿Volveremos a ver la tenencia federal que tan irresponsable e inútilmente fue eliminada? Difícilmente, pues requiere el acuerdo de las 32 entidades del país y una reversión con un costo político considerable.

Pero más allá de los impuestos inmobiliarios y la tenencia, existen impuestos: el de nómina, el de espectáculos y el de hospedaje, que deben de ser fortalecidos y, sobre todo, cobrados. Porque ésa es la reforma fiscal que necesitamos: podemos discutir si hace falta subir o bajar los impuestos federales, pero esa discusión debe darse sobre la base de que los estados y los municipios de México deben cobrar, y bien, sus impuestos locales. Y eso no ocurre.

 

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