Gonzalo Almeyda

Geopolítica 4.0

Gonzalo Almeyda

7 Jul, 2022

Efecto multiplicador del Cinturón y el Camino

Está cerca de cumplirse una década desde el anuncio de la Iniciativa del Cinturón y el Camino, mediante la cual China ofreció financiar una amplia red de carreteras, ferrocarriles, gasoductos, puertos, aeropuertos, túneles, plantas de electricidad, estructuras de telecomunicaciones y zonas económicas especiales alrededor del mundo. 

La ambición de esta iniciativa desata la imaginación de propios y extraños como la apuesta de China para rehacer el mundo a su imagen y semejanza, y restituir su lugar milenario como reino del medio o centro hegemónico del sistema internacional. 

 Los proyectos son financiados por la banca estatal de China y llevan aparejadas una serie de condiciones, como la obligación de contratar empresas chinas e, incluso, mano de obra importada de ese país. 

Más allá del endeudamiento desmedido, los críticos subrayan riesgos de corrupción, depletación ambiental y una creciente influencia política de China sobre los gobiernos que deciden participar en la iniciativa. 

 A pesar de estos temores, los frutos tangibles son visibles alrededor del mundo: en el corredor económico con Pakistán, para asegurar una salida al océano Índico desde el puerto de Gwadar, en la inauguración de un ferrocarril de 1,000 kilómetros, en Laos, en la compra y remodelación del puerto de El Pireo en Grecia y un largo etcétera. 

Hasta la fecha, más de 60 países de todas las regiones del mundo han expresado interés en participar en la iniciativa. Las carreteras y los puertos conducen a la conquista de las mentes y los corazones. 

Las estimaciones sobre los montos de la iniciativa, en su conjunto, alcanzan proporciones colosales de entre 1.5 y 2 billones de dólares. Sin embargo, China no cumple todo lo que promete: cálculos más aterrizados de los proyectos comprometidos y en curso ajustan el monto de inversión efectiva a unos 600 mil millones de dólares. El monto anunciado por el G7 este año parece haber sido fijado para equiparar esta estimación más realista. 

 Y es que la iniciativa de China ha detonado una competencia entre potencias por asegurar enclaves y pies de playa, que se ha traducido en un efecto multiplicador sobre la inversión en proyectos de infraestructura con motivaciones estratégicas: India ha invertido más de tres mil millones en infraestructura en Afganistán; Japón se ha comprometido a invertir 110 mil millones en varios países de Asia; Europa y Estados Unidos anunciaron sus propias iniciativas en 2021 y unieron fuerzas este año bajo el paraguas del PGI. 

Esta dinámica contribuirá al impulso de las economías en desarrollo, pero difícilmente representará una panacea, considerando que la inversión requerida en infraestructura se estima en más de 40 billones de dólares de aquí a 2035. 

Además, no hay almuerzo gratis y los préstamos de uno y otro bando vienen acompañados por sus propias condiciones. 

 Aunque escondidas bajo la forma de estándares regulatorios y de privacidad, los proyectos financiados por los países occidentales también buscan beneficiar a sus propias empresas. 

 Invertir en mejorar la infraestructura de los países en desarrollo es un negocio que le conviene a todos, pero la lógica de la competencia geopolítica introduce distorsiones y riesgos que podrían evitarse renunciando a la lógica bilateral y recurriendo a los instrumentos creados por la comunidad internacional con este propósito: los bancos internacionales de desarrollo. 

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