Gonzalo Almeyda

Geopolítica 4.0

Gonzalo Almeyda

23 Nov, 2021

El Estado como motor del desarrollo tecnológico

 

El desarrollo tecnológico en campos cruciales como la computación cuántica, la nanotecnología y las tecnologías verdes es el escenario estelar en el que se dirime la rivalidad geopolítica entre Estados Unidos y China. En ambos países, el Estado ha cumplido —y seguirá cumpliendo— una función central como motor de la innovación tecnológica. Por mucho que se enfaticen las diferencias entre sus modelos de capitalismo, lo cierto es que los ecosistemas de desarrollo tecnológico de vanguardia no nacen, se hacen.

La mano del Estado en la rectoría del desarrollo tecnológico es mucho más visible en China dada la centralidad de sus políticas de fomento, que se plantean abiertamente metas de sustitución de importaciones como elevar el contenido nacional en la manufactura de alta tecnología hasta 70% para 2025. Sin embargo, como lo han demostrado economistas del desarrollo como Ha-Joon Chang y Mariana Mazzucato, la supremacía tecnológica de Occidente que China busca desafiar también se construyó —y se mantiene— con una intensa participación del Estado.

Más allá del mito del genio emprendedor que construye emporios desde su cochera, lo cierto es que las grandes innovaciones de nuestra era, comenzando por el internet mismo, han sido beneficiarias de políticas deliberadas de fomento. Es el caso del paradigmático Valle del Silicio, que se construyó a partir de una política industrial descentralizada implementada por la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de la Defensa que, entre otras cosas, financiaba centros de investigación, acceso a laboratorios de vanguardia, provisión directa de capital de riesgo para emprendimientos prometedores y hasta acompañamiento en la comercialización de productos.

China construyó su propio Valle del Silicio, Zhongguancun, en menos de 10 años mediante una política industrial que incluía rentas congeladas, exenciones fiscales y un ingenioso mecanismo de inversión pública que reduce las barreras de acceso al capital sin eliminar el riesgo para el emprendedor. En estos “fondos de dirección pública” para el emprendimiento tecnológico, el Estado participa como accionista directo, con la promesa condicionada de revender sus acciones a un precio de descuento. Si el proyecto fracasa, todos pierden su dinero, pero si tiene éxito, el Estado contribuye hasta 90% de su participación inicial para reinversión.

Ante la feroz competencia de China, en Estados Unidos comienza a reconocerse lo que siempre ha sido cierto: para mantenerse a la vanguardia en desarrollo e innovación tecnológica no basta con los recursos de la libre empresa, sino que se requiere una inversión pública masiva y con orientación estratégica. En consecuencia, la ley de infraestructura de Biden incluye fondos millonarios etiquetados para financiar la innovación tecnológica, fundamentalmente en energías alternativas, la explotación de minerales críticos y metales raros, y nuevas tecnologías verdes, ya sea para el almacenamiento de energía (baterías) o para la captura, transporte y almacenamiento de carbono.

Nos encontramos ante una fase de revolución de la producción, en la que la inteligencia artificial y otras tecnologías críticas serán el motor de una nueva gran divergencia entre los países que logren adoptarlas a tiempo y aquellos que se queden atrás. Ante esta coyuntura, conviene tener presente el papel que el Estado desempeña como motor del desarrollo tecnológico. Reconocer dicha centralidad, sin embargo, no implica aceptar que todo esfuerzo de innovación deba ser centralizado y sometido a la discrecionalidad política; por el contrario, el Estado funciona mejor como motor de innovación cuando brinda las herramientas para potenciar la invención individual.

 

clm

 

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