¿Por qué combatiría Estados Unidos?

Los estadounidenses están molestos por la ingratitud de un mundo que se aprovecha del poderío económico, diplomático y militar de su país
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Estados Unidos está absorto en evitar los líos extranjeros. Foto: Reuters
Estados Unidos está absorto en evitar los líos extranjeros. Foto: Reuters
“¿Por qué es que todos están tan ansiosos de usar la fuerza militar?”
 
El reflexivo presidente de Estados Unidos dejó escapar un raro destello de frustración el 28 de abril cuando respondía a una pregunta en Asia sobre la “debilidad” de su país. El Presidente Barack Obama continuó diciendo que su gobierno estaba haciendo un progreso constante, aunque no espectacular. Metiéndose en guerras, sus críticos sólo harían daño a Estados Unidos.
 
Obama estaba canalizando el estado de ánimo de su pueblo, cansado de la sangre y el dinero malgastados en Irak y Afganistán. Un sondeo realizado el otoño pasado por el Centro de Investigación Pew sugiere que 52% quiere que Estados Unidos “se ocupe de sus propios asuntos internacionalmente”, la cifra más alta en las cinco décadas en que el centro ha realizado el sondeo.
 
Cuando el presidente de Estados Unidos habla de la debida cautela, sin embargo, el mundo escucha renuencia; especialmente cuando se trata del tema más básico para cualquier superpotencia, su disposición a pelear.
 
Para los aliados más expuestos de Estados Unidos, eso está ahora en duda. Durante décadas, la garantía de seguridad de Estados Unidos acostumbraba apuntalar la política exterior de Japón.
 
 Ahora, sin embargo, en su gira asiática Obama ha tenido que asegurar a Japón que puede contar con Estados Unidos, si China se apodera de las disputadas islas Senkaku, a las cuales China llama Diaoyus. 
 
Después de su tímido respaldo a la intervención en Libia y Mali, por no mencionar la demora en Siria, Israel, Arabia Saudita y una serie de emiratos del Golfo se preguntan si Estados Unidos continuará vigilando al Medio Oriente. Cuando el Presidente Vladimir Putin de Rusia perturba a Ucrania, los eurorientales se preocupan de si podrían ser los siguientes.
 
Cada situación es diferente, pero en la cámara de eco de la política mundial se refuerzan unas a otras. Los asiáticos señalan que, en 1994, a cambio de renunciar a las armas nucleares que heredó de la Unión Soviética, Ucrania recibió una garantía de Estados Unidos y Gran Bretaña, así como de Rusia, de que sus fronteras serían seguras. 
 
Los países del Báltico recuerdan las líneas rojas cruzadas en Siria, los príncipes árabes y los embajadores chinos cuentan a los senadores republicanos que abrazan al aislacionismo. Juntas estas retiradas plantean una sospecha inquietante, entre amigos y enemigos por igual, de que en el gran día Estados Unidos simplemente podría no presentarse.
 
Cierto es que la disuasión siempre ha tenido algún elemento de duda. Entre la certeza de que cualquier presidente defenderá el propio territorio de Estados Unidos y la fuerte creencia de que Estados Unidos no combatirá con Rusia por Ucrania radica una combinación infinita de posibilidades. 
 
Mucho depende de cómo se desarrolle cada incidente. Sin embargo, la duda se ha propagado rápidamente en ese terreno medio, y corre el riesgo de hacer al mundo un lugar más peligroso y más desagradable.
 
Las potencias regionales ya son más propensas a dominar a sus vecinos. China está insistiendo en sus reclamos territoriales más agresivamente, Rusia está interfiriendo más descaradamente. En 2013, Asia superó el gasto de Europa en armas por primera vez, un signo de que los países calculan que tendrán que defenderse solos. Si Obama no puede forjar un acuerdo con Irán, la pesadilla de la proliferación nuclear espera a Medio Oriente.
 
Crucialmente, la duda se alimenta sola. Si el país de al lado está armado y la superpotencia quizá no envíe barcos artillados, entonces uno tiene que armarse mejor también. Por cada líder que deplora las tácticas de Putin, otro está estudiando cómo hacerles frente.
 
Esos juegos mentales en las tierras yermas del este de Ucrania y en el mar del Sur de China quizá se sientan alejados de Toledo o Turín, pero Occidente también terminará pagando muchísimo por este desgaste del orden mundial. Las normas internacionales, como la libertad de navegación, se verán debilitadas.
 
Las mayorías se sentirán más libres de abusar de las minorías, las cuales a su vez podrían huir. Los beneficios públicos mundiales, como el libre comercio y una menor contaminación transfronteriza, serán difíciles de sostener. Las instituciones mundiales serán menos flexibles.
 
Los estadounidenses comprensiblemente están molestos por la ingratitud de un mundo que se aprovecha del poderío económico, diplomático y militar de Estados Unidos. Sin embargo, los propios estadounidenses también disfrutan del exorbitante privilegio de operar en un sistema que, ampliamente, les conviene.
 
Los críticos que echan toda la culpa a Obama están equivocados. No fue él quien envió tropas a las calles de Bagdad a perder credibilidad. Lo más importante es que Estados Unidos nunca pudo sostener las extraordinarias alturas de dominio global que obtuvo con el colapso de la Unión Soviética. Conforme China se convertía en gigante, estaba destinada a querer una participación mayor.
 
Además, el presidente a menudo ha tomado la decisión correcta. Nadie piensa que debería haber enviado tropas a Crimea, pese a la violación de Rusia del acuerdo de 1994.
 
Sin embargo, Obama ha empeorado una situación difícil en dos formas.
 
Primero, ha roto la regla fundamental de la disuasión de las superpotencias: Uno debe cumplir su palabra. En Siria, trazó “una línea roja”, diciendo que castigaría al presidente Bashar Assad si usaba armas químicas. El dictador sirio lo hizo, y Obama no hizo nada. En respuesta a la agresión de Rusia, amenazó con fieras sanciones, solo para aplicar unas poco satisfactorias. Tuvo sus razones: Gran Bretaña lo dejó solo en Siria, Europa necesita el gas natural ruso y el Congreso está nervioso. Sin embargo, el mensaje cumulativo es de debilidad.
 
Segundo, Obama ha sido un amigo poco atento. Ha puesto su confianza en las coaliciones diplomáticas de democracias dispuestas y de mentalidad similar para supervisar al sistema internacional. Eso tiene sentido, pero no ha logrado forjar esas coaliciones. Además, usar la diplomacia para tratar con países provocadores de problemas como Irán y Rusia conduce a concesiones que preocupan a los aliados de Estados Unidos. La credibilidad gira en torno de la confianza así como del uso de la fuerza.
 
La credibilidad es fácil de perder y difícil de reconstruir. En el lado positivo, el Occidente debilitado sigue siendo más fuerte de lo que piensa. Estados Unidos destaca sobre todos los demás en gasto y experiencia militar.
 
A diferencia de China y Rusia, tiene una red de alianzas sin rival, y creciendo. En los últimos años, Malasia, Myanmar, Filipinas y Vietnam se han acercado a Estados Unidos, en busca de protección ante China.
 
Los acontecimientos también pueden influir en las percepciones. En 1991, la paliza que el entonces Presidente George H.W. Bush propinó al Irak de Saddam Hussein en la guerra de Kuwait superó a lo que se hablaba del “síndrome de Vietnam” de Estados Unidos.
 
Sin embargo, no habrá triunfo en tanto Occidente se interese tan poco por lo que está perdiendo. Los europeos piensan que pueden disfrutar de la seguridad estadounidense sin pagar por ella. Las democracias del mundo emergente como Brasil e India hacen incluso menos por apuntalar al sistema del cual dependen. Estados Unidos está absorto en evitar los líos extranjeros.
 
Obama empezó su presidencia con el mundo preguntándose cómo domar a Estados Unidos. Tanto él como su país necesitan darse cuenta de que la pregunta ha cambiado.
 
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