Edgar Amador

Edgar Amador

11 Sep, 2017

Viviendo con el desastre

Pronosticar es difícil, en especial el futuro, decía Niels Bohr, y esta semana, llena de inundaciones, terremotos y huracanes enfurecidos, nos mostró lo implacable de la sentencia del físico danés. La naturaleza puede ser despiadada, en buena parte por ser impredecible. Es por ello que sorprende cómo la cultura popular ignora el hecho de que la incertidumbre es inherente a la naturaleza y en muchos aspectos, a la sociedad: no, los terremotos no pueden predecirse. Tampoco los huracanes ni las inundaciones. Ni los cracks en la bolsa. Lo más inteligente que podemos hacer es estar conscientes de ello y manejar los riesgos.

Tras el terrible terremoto que sacudió el centro y sur de México la semana pasada, en redes sociales cundió la especie de que en un día y una hora cierta habría una réplica de una intensidad ya conocida. Los pronósticos de lluvias torrenciales tras severas inundaciones no se hicieron esperar, sólo para tener cielos limpios y días secos. Como si a la naturaleza le gustara burlarse de los que quieren pronosticarla: sorprende con huracanes y temblores, y defrauda a quienes luego predicen una nueva ronda de desastres. No es que la naturaleza sea irónica: es azarosa e impredecible.

Vemos los terremotos por ejemplo. Dichos fenómenos son extremadamente comunes: ocurren diario, pero con una intensidad que no tiene efectos mayores sobre nuestras vidas. La enorme mayoría de los temblores están por debajo de los 6.5 grados y su impacto sobre la sociedad es nimio. Pronosticar si va a temblar o no es sencillo: temblará, todos los días. Lo importante entonces es pronosticar los temblores que representan un riesgo para nuestras vidas, y eso es justo lo que no es posible.

Lo mismo ocurre con las lluvias y huracanes: lo importante es pronosticar los eventos extremos, los que se salen tanto del promedio que representan un riesgo para nuestras vidas. Pensar así implica pensar muy distinto a como solemos pensar. Por ejemplo, en estadística nos enseñan la distribución de probabilidades “normal”, muy parecida a una campana esbelta, con una panza amplia y un par de colas delgadas en donde se ubican los eventos poco probables. En nuestras clases de estadística nos enseñan a que para efectos de pronosticar, vale la pena deshacernos de esos eventos extremos, pues son altamente improbables.

Pero cuando se trata de prepararnos para un terremoto catastrófico, para una tormenta desastrosa, para un huracán destructor, o un crack bursátil, lo que nos importa justo son esas colas improbables: esos eventos poco probables, pero que de materializarse provocarían un daño desproporcionado. Su improbabilidad sólo es comparable a las pérdidas que causaría.

Esos eventos extremos (por definición) son, prácticamente, imposibles de pronosticar, pero ocurren, y el daño que producen es tan considerable que debemos de pensar en cómo prepararnos para ellos. Afortunadamente, hemos avanzado mucho en la forma en que nos preparamos para ellos. En el centro de México se construyen los edificios pensando en los terremotos extremos, no en los temblores de todos los días; el drenaje debe ser construido para soportar avenidas catastróficas, y no las lluvias promedio; los embalses de las presas deben ser construidos para captar ríos crecidos, y no los cauces normales. En muchos aspectos el manejo de riesgos ya contempla el prepararnos para eventos extremos, y no únicamente para los eventos promedio.

Un evento desastroso es justo un evento poco probable pero que provoca pérdidas muy grandes. Para prepararnos para ellos lo más importante es aceptar que los desastres son impredecibles, ni nuestras mejores técnicas para pronosticar nos han dado estimados confiables para su ocurrencia. Seguiremos a oscuras al respecto.

No sabremos cuándo van a ocurrir, pero si podemos prepararnos para cuando ocurran: un fondo de emergencia que cubra una parte importante del presupuesto que los gobiernos aparten para ser usados sólo en esas ocasiones; regulaciones para la construcción, especialmente para edificios altos; infraestructura que soporte múltiplos de las condiciones normales; y preparar a la población fuera del día a día y entrenarlos para saber qué hacer en los desastres.

Lo mismo ocurre con los mercados financieros y la economía: solemos diseñar políticas públicas y estrategias de inversión para condiciones normales, pero tendemos a ignorar los desastres financieros y económicos en vez de estar preparados para ellos en todo momento, como los chilangos estamos conscientes de que el desastre puede ocurrir en cualquier momento. Muchos decimos que los meteorólogos son necesarios para que los economistas nos veamos bien. En realidad debemos de aprender de ellos y de los sismólogos: ellos saben que los desastres ocurren, y que debemos de estar siempre preparados.

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