El mercado falla, el gobierno también: Paradigmas

El debate ha quedado caracterizado, al menos en el subconsciente popular, como una disyuntiva entre Gobierno y Mercado.
Opinión -
El debate ha quedado caracterizado, al menos en el subconsciente popular, como una disyuntiva entre Gobierno y Mercado. Foto: Getty
El debate ha quedado caracterizado, al menos en el subconsciente popular, como una disyuntiva entre Gobierno y Mercado. Foto: Getty

La eterna aspiración dentro de las ciencias sociales, la filosofía política y otras disciplinas humanísticas es el encontrar el ideal normativo “perfecto” para la organización de la sociedad. Dentro de esta cuestión queda subsumida la perenne discusión sobre la raison d'être del gobierno, los motivos y justificaciones para su actuar, y su relación con la sociedad misma. Las perspectivas filosóficas, sociológicas, antropológicas y etnológicas sin duda aportan una visión importante y amplia del tema, pero dado su patente carácter histórico y/o ideológico  representan posiciones que no permiten encontrar un punto de partida a partir del cual alcanzar consensos. 

La ciencia económica es aquella a la que tradicionalmente se ha recurrido –en tanto se piensa que es la más “dura” de las ciencias “blandas”– para tratar de dilucidar una solución. Bajo tal enfoque, el debate ha quedado caracterizado, al menos en el subconsciente popular, como una disyuntiva entre Gobierno y Mercado. Entendiendo al mercado como el proceso social bajo el cual agentes individuales toman decisiones económicas, y al gobierno como el mayor agente dentro de dicho mercado, empoderado de manera única con la capacidad de regular e intervenir institucionalmente en este.

Pero a diferencia de lo que generalmente presupone la opinión pública, la ciencia económica no provee una solución única e indiscutible a este “dilema”.  La reciente crisis financiera y económica  –como toda crisis– no ha hecho más que acentuar y exacerbar las diferencias entre los economistas respecto a este tema. 

Por un lado se encuentran aquellos que culpan al “libre accionar del mercado” del caos generado, y sugieren como solución una mayor y/o “mejor” intervención –directa o indirecta– del gobierno; en contrapartida, estamos aquellos que señalamos que la crisis se debió a la propia intromisión del gobierno en el mercado y que la solución se encuentra en disminuir las atribuciones del primero sobre el segundo.

Tal divergencia de opiniones se debe a una diversidad de cuestiones entre las que destacan: el ámbito ideológico que permea a la propia profesión y la metodología recurrida para analizar la situación. Sin embargo es importante señalar que incluso dentro de lo que se considera la ortodoxia teórica –el enfoque dominante dentro de la ciencia económica– se encuentran diferencias. Podemos señalar dos  puntos de vista primigenios dentro de dicha tradición en los que se explica el papel del gobierno en el mercado: Por un lado tenemos la visión idealista derivada de la teoría de los bienes públicos, y por otro lado la perspectiva realista de la teoría de la elección pública.

La teoría de los bienes públicos es una aproximación bastante conocida para cualquiera que tenga conocimientos básicos de microeconomía. En ella se presenta el caso en donde es posible que el mercado “falle” en su labor de asignar eficientemente los recursos disponibles. Los mercados específicos en donde tal situación emerge, se dice, necesitan de una “mano visible” gubernamental que guie y administre el proceso de elaboración y distribución de los bienes en cuestión, que toman el adjetivo de “públicos”. Las condiciones necesarias para que un bien sea público son esencialmente dos: 

1) Que presenten una falta de rivalidad en el consumo. Es decir, que el consumo de los mismos por un agente no perjudique en ninguna manera a otro consumidor. Ambos pudiendo aprovecharse de dicho bien sin necesidad de competir por él. 

2) Que en su oferta no pueda excluirse a los consumidores. Es decir, que el bien en cuestión tenga tales propiedades que hagan imposible el distinguir entre compradores y “polizones”. 

El ejemplo clásico de un bien público es el alumbrado en las banquetas. La luz emitida por las lámparas es un bien en tanto provee de visibilidad a un área determinada. Sin embargo, su consumo no depende del número de usuarios que se beneficien de él (la luz ilumina la zona indistintamente si en ese lugar se encuentren una o varias personas), y dicha luminiscencia no puede distinguir entre los que hubieran pagado por ella de los que no. 

Dado este escenario, es improbable que un agente privado se hiciese cargo de la producción de este bien, en tanto que éste no puede garantizarse un ingreso constante a partir de que no puede controlar efectivamente la disponibilidad de su producto. Pero, de no producirse este bien –la luz– la sociedad en su conjunto se encontraría en un escenario sub óptimo, respecto a aquella en donde sí se produce. Dado esto, se asume que en esta situación se encuentra una tarea legítima que el gobierno puede abordar de tal forma que se mejoraría el “bienestar social general”. [1]

Una consecuencia más, derivada de este enfoque que adjudica al gobierno la tarea de improvisar situaciones sub optimas, es la de “corregir” circunstancias en las que los proveedores de  bienes –no necesariamente de bienes públicos– no internalizan perfectamente las consecuencias sociales de su producción. 

Tenemos aquí el famoso problema de las externalidades, que pueden ser positivas o negativas. En tales casos la labor del gobierno, se dice, está justificada en tanto éste reforme el sistema de incentivos de los proveedores en pos de que estos asuman los efectos colaterales de su producción y en los que por ende se llegue, en última instancia, a un óptimo social.  

El ejemplo más común de este tipo de problemas es la contaminación, que generalmente es concebida como una externalidad negativa, en tanto representa un desecho contiguo a la producción de un bien de disfrute privado e individual,  pero que incide de manera negativa en toda la sociedad. Bajo esta visión idealista, se asume que un impuesto a la producción de dicho bien solucionaría tal inconveniente, dado que funcionaría como contrapeso social que desincentivaría la elaboración y el consumo individual de dicho bien contaminante.

Este enfoque, que adjudica tareas legítimas y necesarias al gobierno partiendo de la teoría de los bienes públicos y de la existencia de externalidades, adquiere el mote de idealista en tanto conjetura que la mera existencia de fallas de mercado significa ipso facto que el gobierno tiene la capacidad de solucionarlas

Ante esta perspectiva surge la visión realista de la teoría de la elección pública, en donde se aplican las mismas herramientas del análisis económico utilizadas para valorar el actuar del mercado al propio gobierno. Se evalúa al político –entendido como cualquier sujeto inserto dentro de la burocracia gubernamental–  como un individuo económico más. A partir de la aceptación de este simple y evidente hecho se llega a la conclusión de que en el gobierno existe un problema de incentivos, en el que se promueve el rentismo: No existen “políticos-filósofos”. 

El mismo inconveniente que da pie a la concepción de bienes públicos también incide en la esfera gubernamental. No se puede esperar que el gobierno, como entidad compuesta por políticos, quiera abocarse a solucionar las fallas de mercado. [2] Más aún, tampoco puede esperarse que pueda corregirlas. Por ejemplo, para el caso de las externalidades, y siguiendo el caso de la contaminación, el gran supuesto del enfoque idealista es que, contrario al mercado, el gobierno puede cotejar perfectamente el costo marginal social de reducir la contaminación respecto al beneficio marginal social de la producción del bien contaminante. 

El problema es que el gobierno enfrenta en su actuar las mismas dificultades asociadas al mecanismo de mercado. El gobierno no puede realizar las tareas eficientemente, optimizando el “bienestar social”, para los casos en los que el mercado tampoco puede. [3]

Por ende, el debate mediático entre gobierno y mercado, al menos dentro de la ortodoxia económica, representa una discusión alejada del verdadero foco del problema. No hay cabida para el idealismo dentro de una disciplina que pretende ser “dura”. La cuestión debe enfocarse no en discernir sobre si el mercado falla o no. Más bien, la querella está en discernir si las fallas de mercado pueden o no ser solucionadas por el gobierno. O, desde un punto de vista optimista, sobre si las fallas del mercado superan a las fallas del gobierno. Porque quizá el mercado falle, pero el gobierno también. 

 

[1] Es importante recalcar que este “dictamen” esta dado a partir de la ortodoxia, pero que existen perspectivas discrepantes: La Escuela Austriaca de Economía reniega de esto, aduciendo que el problema en esencia es uno de derechos de propiedad – análogo al teorema de Coase - y que puede ser resuelto vía privatización de todo – discordante respecto a Coase. Otras visiones similares, por ejemplo aquella de Ellinor Ostrom, indican que existen mecanismos, ajenos al mercado, que solucionan estas dificultades a partir de cuestiones culturales y sociales en los que no se necesita la intervención del gobierno. Otros enfoques heterodoxos de izquierda, por supuesto, manifiestan que la legitimidad del accionar del gobierno no se limita a los bienes públicos sino a muchos otros, en tanto, dicen,  el mercado en sí mismo es inestable e inoperante. 

[2] Esta misma lógica debe permear cualquier actividad gubernamental por cualesquiera razón. Así, por ejemplo,  cuando se hable de que una tarea del gobierno, por cuestiones de “justicia social”, deba ser también la redistribución del ingreso dentro de una sociedad, hay que invocar con certeza la excelente cita del economista español Carlos Rodríguez Braun quien dice “La redistribución no es de ricos a pobres sino de grupos desorganizados a grupos organizados”.

[3] De hecho, y siguiendo a Hayek y su posición en el famoso debate respecto al cálculo económico en el socialismo (del cual he escrito algo aquí y a aquí) el gobierno está imposibilitado de facto para actuar eficientemente en tanto carece de la capacidad para acaparar y  coordinar la información de la sociedad (gustos, preferencias y medios para satisfacerlas)que está  dispersa entre todos y  cada uno de los individuos que la componen. El mercado, por la contra,  es un proceso espontaneo que lo hace simultáneamente y con bastante éxito. 

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