Marco Gonsen

Memoria Flash

Marco Gonsen

11 Abr, 2018

Cartucho quemado

 

Parafraseando a un famoso meme, no esperaba nada de Steven Spielberg, y aun así logró decepcionarme.

Desconozco qué tan fiel haya sido su adaptación cinematográfica de la novela Ready Player One respecto de la obra original, porque aún no la leo completa (ciertamente, tampoco es que me entusiasme demasiado). Supongo que dejó satisfecho a su autor, Ernest Cline, quien no disimula su felicidad en cuanta entrevista promocional de la cinta se ha difundido. Por tanto, mi opinión de la película se basa completamente en lo que vi en  pantalla.

Se supone que Ready Player One sea una cinta retrofuturista. Lo es, aunque por las razones equivocadas. Su trama está ambientada en 2045, en una deprimente Columbus, Ohio, en el que las personas viven hacinadas en edificios formados por remolques encimados uno sobre otro. Para escapar de esta mísera cotidianidad, sus habitantes cuentan con Oasis, un juego de realidad virtual que lleva al usuario a hacer prácticamente lo que quiera, aunque situado en un ambiente que homenajea a la cultura pop de los años 80 del siglo XX.

Oasis fue creado por el visionario James Halliday, representado en la película como una especie de Steve Jobs para gamers. Al morir, decide heredar su cuantiosa fortuna a quien encuentre un “easter egg” (huevo de Pascua, objeto cibernético oculto). El reto atrae al joven jugador Wade Watts, quien con su pandilla deberá no sólo descubrir las pistas que lo guíen al premio, sino que también tendrá que enfrentar las ambiciones de una multimillonaria corporación que destina cuantiosos recursos a la búsqueda del huevo, encabezada por Nolan Sorrento (¿Bill Gates?), un ejecutivo ignorante al que le soplan las respuestas sobre el pop ochentero, básicas para participar en el juego.

Si algo debe reprocharse esta vez a Spielberg –productor hace tres décadas de la trilogía Volver al Futuro– es su falta de imaginación. Para el cineasta, los juegos de realidad virtual de 2045 son prácticamente iguales a los de 2018, con una estética gráfica de texturas oscuras –que más bien parecen sucias– a las que se atiborra de luces neón. Más que un esfuerzo creativo de reinvención, el resultado recuerda más bien al programa Second Life (2003), en el que personas participan por medio de avatares en una réplica renderizada del mundo real.

Tanto en aquel proyecto como en juegos tipo Los Sims y Call of Duty, la representación de humanos y objetos tiende a ser hiperrealista. En esta materia, por desgracia, no se ha resuelto un problema que hace que los rostros carezcan de expresividad en sus miradas (ciertamente, el trabajo de los actores tampoco ayuda mucho: su registro facial es tan inerte en el supuesto mundo real como en el digital). En este aspecto Ready Player One evoca a esfuerzos fallidos como el de la película Final Fantasy: The Spirits Within (2001) y, si vamos más atrás, al del videoclip de la canción The Wild Boys (1984) de Duran Duran.

Y justamente el principal problema de este concepto gráfico es que pasa por alto la estética viva, limpia de saturaciones, alegre y colorida de la década a la que supuestamente homenajea. Así, las múltiples referencias a canciones, películas, programas de televisión y videojuegos están insertadas con calzador, reducidas en ocasiones a un logotipo o a dibujos en 3D de personajes icónicos, sin que se entienda bien a bien su relación con la trama central. A eso se añade que las escenas de acción siguen el patrón convencional de persecuciones vertiginosas, peleas y explosiones que, al menos en mi caso, generan más confusión y aburrimiento que emoción.

Con todo respeto para sus fans, Spielberg ya es un cartucho quemado (no de Atari, precisamente) para este tipo de blockbusters. Un realizador como Edgar Wright pudo haber cumplido con más dignidad el encargo tanto en su parte espectacular como de evocación nostálgica (ahí está de prueba Baby Driver). Sin embargo, también es justo reconocer que el gran oficio de Steven está presente en la secuencia-homenaje a El Resplandor y en la escena final, en la que parece proyectarse a sí mismo –en su infancia y vejez– por medio del personaje de Halliday.

¿Será? Tras ver la cinta, el director me remite más bien al espíritu del villano Sorrento. Aunque, a diferencia de éste, Spielberg sí conoce y entiende la cultura pop. Pero no la ama: sólo le sirve para hacer dinero.

marco.gonsen@gimm.com.mx

 

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