José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

3 Ene, 2020

T-MEC, feto proteccionista

El experto en comercio internacional Daniel Ikenson, del Instituto Cato, centro de estudios liberal por excelencia en Estados Unidos, publicó recién el ensayo La criatura proteccionista, hija de la izquierda laborista y la derecha nacionalista1, refiriéndose al T-MEC como el “peor tratado comercial jamás hecho.”

Al calificarlo, parafrasea al demagogo ignorante Donald Trump que describió así, injustamente, al TLC de Norteamérica porque no le había generado un superávit comercial a su país, lo que cualquier estudiante de mediopelo de economía 01 entiende que es resultado de muchas otras variables.

El hecho de que el nombre del acuerdo en ciernes, que no ha sido aprobado ni por el Senado de Estados Unidos ni por el Parlamento canadiense, excluya los términos “libre” y “comercio,” tipifica que sea una aberración que intenta reducir las importaciones y repatriar cadenas productivas a Estados Unidos, ignorando toda ventaja comparativa.

El feto en cuestión, con el horripilante acrónimo pergeñado por la comadrona en jefe del aborto, Chucho Cede-todo (que no Seade) refleja los deseos compartidos de la extrema izquierda en el Congreso y los patrioteros económicos trumpistas, de desalentar la inversión y el funcionamiento de empresas foráneas en México.

Los medios que usaron para esta demolición productiva en México fueron opresivos ordenamientos en materias laboral y del medio ambiente, onerosos requisitos de “reglas de origen” para lo elaborado en el país, fecha de extinción del acuerdo así como la reducción de la protección a la inversión y la propiedad intelectual.

El concepto de libre comercio persigue remover impedimentos al libre flujo de mercancías y servicios, mientras que los tratados de libre comercio son arreglos de comercio administrado que responden a múltiples intereses que son afectados y contienen reglas laberínticas para regular, desviar o prohibir.

Esto era cierto también para el TLC original –alguien dijo entonces que el auténtico libre comercio requiere una tarjeta de tres por cinco pulgadas y no un texto de 10 mil hojas–, pero en mucho menor medida que en el T–MEC, cuya única virtud fue incorporar algunos avances ya negociados en el TPP (Acuerdo Transpacífico).

El malhadado T-MEC impone obligaciones a las empresas mexicanas en cuanto a salarios mínimos y otros requisitos laborales que serán onerosos y no coadyuvan a elevar la productividad del trabajo, que es la única forma duradera de subir los salarios pero que no depende sólo de las empresas sino del entorno productivo que las rodea, lo que resulta de buenas políticas públicas.

 

Es por ello que es tan ominoso no sólo el silencio sino la abyecta rendición de los líderes empresariales mexicanos a los caprichos del gobierno, que en el caso del T-MEC no sólo incluyó ceder en todo lo antes señalado, pero también endosar la soberanía a Estados Unidos para que ellos verifiquen si se cumple la ley.

La comparación que se ha hecho con el dictador decimonónico Santa Anna es injusta, pues él fue al campo de batalla muchas veces.

Los de hoy, firman sin leer y salen corriendo.  

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