José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

11 Oct, 2013

Crisis y dudas

Continúa el pleito en la capital de Estados Unidos, en la que permanece parcialmente cerrado el gobierno federal, entre diputados republicanos que se han negado a autorizar una resolución que permita que continúe el gasto público, pues no se ha aprobado el presupuesto, y la administración de Barack Obama que rechaza negociar con ellos.

En esta ocasión, como comenté la semana pasada, se juntan el cierre del gobierno con la urgencia que el Congreso apruebe la elevación del tope de la deuda pública de Estados Unidos que se alcanza el 17 de octubre, aunque el Departamento del Tesoro puede hacer transferencias entre sus cuentas que le permitan al país no suspender pagos hasta el fin de mes.

Uno de mis lectores criticó con severidad la conclusión a la que llegué en mi última columna que sería una locura que Estados Unidos dejara de pagar su deuda cuando tiene la oportunidad extraordinaria de hacerlo en su propia moneda, concluyendo que mi argumento significaba que “…imprimir dinero es una maravilla que crea riqueza”.

Este no es el caso, pero indudablemente en la medida que el dólar es aceptado por el resto del mundo irrestrictamente, como hoy sucede, hay una transferencia de riqueza de los demás países a Estados Unidos que paga bienes y servicios con valor económico enorme con pedacitos de papel verde sin ningún valor intrínseco.

Pero no sólo está en peligro ese privilegio exorbitante, como lo llamó el ex presidente de Francia Valéry Giscard d’Estaing, sino también la liquidez y el buen crédito del sistema financiero mundial, pues en las actuales circunstancias no está claro qué signo monetario podría remplazar al dólar como medio de cambio internacional.

El euro, que parecía susceptible de sustituir al dólar, está en entredicho por la situación aún no resuelta de la crisis financiera de varios de sus países miembros.

El yen representa a una nación con una deuda pública neta cuatro veces superior a la del muy abultado 70% de deuda como proporción del PIB de Estados Unidos.

En estas condiciones si llegara a perderse la confianza global en el dólar y sin un sustituto viable en el horizonte, el comercio mundial y las transacciones financieras que ocurren a diario en cantidades increíbles, podrían sufrir un colapso devastador para la economía de todos los países, no sólo la de Estados Unidos.

Esto es lo que está en juego mientras el presidente Barack Obama anuncia la nominación de Janet Yellen como candidata a hacerse cargo del timón en el Sistema de la Reserva Federal, coloquialmente conocido como la Fed a partir de 1º de febrero próximo,  de ser confirmada por el Congreso.

Yellen es una economista competente y prestigiada con una larga carrera tanto en la Fed, donde ha sido subgobernadora y ha tenido otros puestos prominentes por casi tres lustros, como en el Consejo de Asesores Económicos del Presidente, además de haber sido una distinguida académica en la Universidad de California en Berkeley.

Sin embargo, la política monetaria a cargo de la Fed no puede remplazar las demás políticas económicas, como la fiscal y la del manejo de la deuda pública, que hoy se encuentran pasmadas por la falta de acuerdos entre el gobierno federal y parte del Congreso.

Varios de mis lectores cuestionan quién es responsable de lo que está pasando, y uno de ellos señala que la única manera en la que puede acotarse el incesante crecimiento de los gobiernos, el de México incluido, es cerrándole la espita a mayores ingresos públicos y oponiéndose tajantemente a más gasto
del gobierno.

No hay duda que una parte de la responsabilidad recae en Obama y su proyecto de cobertura médica conocido como Obamacare, pues se trata del único programa de gasto público de tan enormes proporciones que ha pasado exclusivamente con los votos de las mayorías demócratas que solía tener en ambas cámaras del Congreso.

Uno puede estar a favor o en contra de programas de bienestar social con los que el gobierno subsidia u otorga gratis servicios de salud, educación, jubilación, etcétera, pero se trata de decisiones que la mayoría de la sociedad debe tomar, en este caso mediante sus representantes parlamentarios.

La legitimidad política de tales programas sufre gravemente cuando son aprobados solamente por un solo partido que representa si acaso a la mitad de la población, y sobre todo cuando el programa en cuestión es reprobado por la mayoría de los ciudadanos, como es el caso del Obamacare.

Seguiré con detenimiento las crisis paralelas aquí aludidas al tiempo que procuro dar puntual respuesta a las preguntas e inquietudes de mis estimados lectores.

                El autor es Economista en Residencia y Catedrático de la Escuela de Servicio Internacional de American
                University, en la ciudad de Washington DC

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