Ángel Verdugo

Economía sin lágrimas

Ángel Verdugo

13 Mar, 2014

Es verdad, chango viejo no aprende maroma nueva; somos un país corrompido hasta el tuétano

Lo que hoy vemos, además de avergonzarnos por lo que se dice acerca de lo que somos, debería obligarnos a hacer un alto en el camino —así fuere sólo unos minutos—, a pensar seriamente en lo que nos hemos convertido.

¿Es la búsqueda de riqueza a costa de lo que sea lo único que nos mueve? ¿Es éste el país que pretende reformar a fondo un andamiaje jurídico obsoleto que sólo obstaculiza el crecimiento y la modernización de la economía? ¿Así como somos, seremos capaces de construir un mejor futuro para todos?

¿Este sector público que hoy vemos naufragar en un mar de corrupción, es el que siempre quisimos construir? ¿Pertenecer a él es, de entrada, la vía para el enriquecimiento ofensivo sin reparar en los medios para lograrlo? ¿Enriquecerse a toda costa, es la razón de vivir de todos y cada uno de los mexicanos?

Hoy, el destino parece habernos alcanzado; la adoración casi religiosa de la corrupción que busca como fin casi único la obtención de riqueza a costa de lo que sea, llegó para cobrar las facturas pendientes de pago acumuladas desde hace decenios. 

Aquella época de fines de los años 40 y principios de los 50 del siglo pasado, llega hoy con nuevos bríos; sin límite alguno que enfrentar y obstáculos que deba remover, el afán de coludirse con cuanto bandolero disfrazado de empresario se siente frente a un funcionario público con un esquema para apoderarse de millones de pesos, dólares o euros, siempre será bien recibido.

Ante la parte minúscula que vemos de Oceanografía y dada la renuencia evidente y cómplice para sacar a flote toda la podredumbre detrás de la Línea Dorada del Sistema de Transporte Colectivo, ¿alguien en su sano juicio podría afirmar que son casos aislados?

Por el contrario, si alguien afirmare que los dos son simple expresión de un modus vivendi que forma parte del paisaje diario que decenas de millones de mexicanos ven, ¿nos sorprendería?

Es más, si alguien se atreviere a afirmar que nos hemos convertido en un país de corruptos, ¿podríamos rebatirlo? ¿Le podríamos demostrar —a quien eso dijere—, que exagera, que está equivocado? Es más, ¿nos molestaría en verdad que alguien viniere a restregarnos en la cara que eso somos?

Lo más probable es que muchos respondieren que sí, que eso somos y además, que nos gusta ser así; que lo hacemos “para salir adelante”, porque ésa es la única vía que nos han dejado decenios de corrupción e impunidad. Si bien al principio de ese periodo —donde la corrupción y las complicidades entre pícaros han reinado sin freno alguno—, esa corrupción estuvo constreñida a los pocos, hoy parece ser el pegamento que nos cohesiona como sociedad y país.

Ante lo que hoy vemos, parte infinitesimal de la corrupción que practicamos cotidiana y sistemáticamente, debemos preguntarnos si tenemos viabilidad como país dado el enfoque y los métodos que de aquel cáncer tenemos y le aplicamos.

Si la respuesta fuere la negativa, ¿qué procedería ante lo que evidentemente no funciona? ¿Aplicar, como en China Popular, la pena de muerte a los corruptos y el último corrupto debiere suicidarse? ¿Impulsar a los nuestros a irse del país, para que labren su futuro en espacios más sanos en términos de moral pública?

¿Qué piensa usted?

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