Marco Gonsen

Memoria Flash

Marco Gonsen

2 Jun, 2014

Libros en renta

Dicen que es tonto el que presta un buen libro, pero más el que lo regresa. Bueno, al menos así era a la antigüita. Un innovador modelo de negocios en la industria editorial apuesta a cambiar por completo esa percepción.

Oyster y Scribd son las dos puntas de lanza de un sistema de suscripción mensual mediante el cual se puede acceder vía internet a millones de novedades literarias y textos clásicos y de coyuntura en formato e-book, sin necesidad de adquirirlos ni de descargarlos. La prensa estadunidense de tecnología considera a ambas firmas como lo que Netflix es a las películas y lo que Spotify es a las canciones.

Ambas firmas emergentes han incrementado notablemente su oferta en tan sólo unos meses, convenciendo a las más poderosas editoriales. La primera en unirse fue HarperCollins, del australiano Rupert Murdoch, uno de los empresarios más perseverantes en promover esquemas de pago para el consumo de contenidos digitales, los cuales ha aplicado en los periódicos de su propiedad, como The Wall Street Journal. Y apenas el pasado 21 de mayo se sumó a ellas Simon & Schuster, sello de 90 años de vida propiedad de la corporación CBS y famoso por publicar a Stephen King, Ernest Hemingway, Bob Woodward y John
Irving
. Su próximo best-seller será el más reciente libro de Hillary Clinton.

Lanzada en agosto pasado desde la ciudad de Nueva York, Oyster toma su nombre de una línea de la comedia Las alegres comadres de Windsor, de William Shakespeare: “Then the world’s mine oyster, which I with sword will open” (“El mundo es para mí una ostra a la que abriré con mi espada”). Una forma poética de expresar que todos los placeres de la lectura están a disposición de los bibliófilos, no importa donde estén. El mundo es una colección de 500 mil volúmenes que aumenta paulatinamente y la espada es el pago de una módica cuota mensual de 9.95 dólares después de un periodo gratuito de siete días.

Tanto en su versión para computadora de escritorio como en aplicaciones móviles, Oyster luce un diseño elegante y una tipografía fina que abonan en el propósito de construir la mejor experiencia de lectura, una que define como personal y a la vez comunitaria. En este último aspecto, uno de sus ganchos publicitarios consiste en que el lector invite a sus amigos a unirse a este club y, por cada uno que convenza, obtendrá 15 dólares de crédito para su suscripción. 

La firma californiana Scribd comenzó con esta estrategia en octubre pasado con un precio ligeramente menor —8.99 dólares al mes y un periodo de prueba gratis de 30 días— que representa un cambio de giro respecto al propósito inicial que le imprimió en 2007 su fundador, Trip Adler (así lo reconoció él mismo en una entrevista publicada por aquellos días en Los Angeles Times).

Scribd nació como un sitio en el que cualquier persona podía compartir todo tipo de documentos al estilo de como se posteaban videos de YouTube en sus inicios: es decir, sin preocuparse mucho por el copyright. Adherirse a la visión de Murdoch hará que el joven Adler capitalice el hecho de ser pionero en los sistemas de suscripción de libros digitales (claro, si convence a sus 80 millones de visitantes de pagar por algo que antes obtenían gratis) y por lo pronto le ahorrará nuevas demandas por violación de derechos autorales.  

Lo inquietante de este modelo de alquiler de libros es que, si triunfa, cambiará por completo con la forma en la que el ser humano se ha relacionado con este bien cultural durante siglos. De entrada, porque como ya sucede con Netflix, las empresas (y eventualmente los gobiernos) contarán con los datos personales de los lectores y sus hábitos: qué más hubieran querido en la época del macartismo que saber quiénes leían El Capital. Además, será la última paletada a la tumba de librerías como Borders y Barnes and Noble, que desde hace años Amazon comenzó a cavar con el Kindle. Lo curioso es que se regresa al modelo inicial de e-readers, que no fueron diseñados para conservar los libros digitales, sino para que éstos se autodestruyeran después de un tiempo determinado (ni Ray Bradbury lo hubiera imaginado peor).

Además, el solo hecho de poseer los libros físicamente permitía convertirlos en símbolo de identidad personal y estatus intelectual. Importa que se vean los títulos en los lomos, no que se haya leído su contenido. Así, vayamos diciendo adiós a las fotografías cliché de los grandes pensadores frente a sus escritorios atestados de volúmenes intencionalmente mal apilados, mucho más sexys que las de los mismos tipos sosteniendo una tableta electrónica en la mano. Es cosa de saber leer los nuevos tiempos.

*marco.gonsen@gimm.com.mx

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