Marco Gonsen

Memoria Flash

Marco Gonsen

10 Nov, 2014

Rocolas

Un elemento paradigmático del western es la pianola, nombre comercial que el neoyorquino Edwin Votey acuñó en 1895 para un instrumento musical que no requería necesariamente que un ser humano oprimiera sus teclas, pues éstas operaban automáticamente gracias a un mecanismo que combinaba pedales, aire comprimido y rollos de papel perforado. Su sonido, típico ruido de fondo de las tertulias y pleitos de los vaqueros en las cantinas, comenzó a declinar con otro invento que emitió su primera señal de vida hace ya casi 125 años.

El blog The Writer's Almanac consigna que el 23 de noviembre de 1889 debutó el que sería su sucesor. Un fonógrafo eléctrico Edison Class M, oculto dentro de un gabinete de roble y dotado de un engranaje que activaba su funcionamiento con monedas de níquel, fue presentado en el Palais Royale Saloon de San Francisco, California. Aunque generó ganancias de mil dólares en sus primeros seis meses de operación, este tipo de entretenimiento tardaría aún más de tres décadas en popularizarse.

En inglés se le conoce como jukebox, palabra que según la página dictionary.com deriva de "jook", que en el caló afroamericano alude al relajo y al desorden, y que con el tiempo cambió su grafía y adquirió connotación musical al aplicarse a los salones de baile. Aunque también tomó el nombre de uno de los fabricantes de estos artefactos en la década de los 30 del siglo pasado, David Cullen Rockola, descendiente de una familia de inmigrantes que llegó de Bielorrusia a Canadá y que extendió su negocio a las maquinitas tragamonedas de pinball que entretenían en los bares a las víctimas de la Gran Depresión estadunidense.

Hoy en día, estos armatostes sobreviven como atractivo vintage de las hamburguerías Johnny Rockets y es probable que uno que otro funcione aún con CD en algún tugurio de la provincia mexicana. Más allá de la nostalgia, como bien consigna The Writer's Almanac, las rocolas ejercieron un papel crucial al popularizar en tabernas, restaurantes y bases militares el blues, el jazz y el country, géneros que fueron relegados en los primeros años de la radio por la mentalidad conservadora de sus programadores.

Y, más importante, establecieron un modelo de negocios en el que la gente no tenía reparo en pagar por escuchar una canción. No invertían su dinero para poseer físicamente su tema favorito, sino simplemente para alquilarlo por una sola tocada. Algo impensable para el público joven actual, adicto a sitios gratuitos como Grooveshark o a armar listas de reproducción en YouTube.

Los servicios de música por streaming son el equivalente a las rocolas de ayer, que rentan un catálogo de cientos de miles de canciones a cambio de unos diez dólares al mes. Y, sin embargo, no han resuelto uno de los dilemas más terribles para la industria musical causados por la revolución digital: que la gente no quiere pagar por escuchar canciones, animada por un modelo de negocios que estimula que éstas se ofrezcan sin costo.

Los sellos discográficos y las grandes firmas tecnológicas no han dado con una alternativa estable y los pasos que dan son aún inciertos. No se sabe bien a bien qué hará Apple con el recién adquirido servicio BeatsMusic, y los rumores apuntan a que terminará fusionándola con iTunes, cuyas ventas van en declive. Google prefirió absorber a Songza e integrar a su servicio la curaduría de contenidos que hizo famosa a esta última aplicación. A principios de mes, Warner Music Group se animó a firmar una alianza con SoundCloud, un sitio célebre por publicar mezclas de piezas famosas elaboradas por usuarios, sin retribuir derechos, claro.

La noticia más relevante de la semana pasada en esta materia fue la decisión de la cantante Taylor Swift, estrella juvenil country transformada en ídolo pop, de retirar toda su acervo de Spotify, animada por las ventas de su álbum 1989, de un millón 287 mil copias en su primera semana, el mejor debut desde hace 12 años, según el último reporte de Nielsen consignado por la revista Billboard.

Dos buenas razones debieron motivar la decisión de Swift: la primera, cosa rarísima en esta época, que ha vendido más copias en formato físico (647 mil) que digital (640 mil). Y la segunda, las escasas retribuciones que el streaming deja a los artistas: hace dos años, Allison McCann publicó en Buzzfeed que el éxito Rolling in the deep, de Adele generaría una ganancia de  0.0153 centavos de dólar por cada reproducción en el plan Premium de Spotify, o 19 centavos de dólar por 60 transmisiones en cualquier otro servicio de suscripción.

El éxito de la güera de rancho parece así contrariar aquel adagio de que música pagada toca mal son.

*marco.gonsen@gimm.com.mx

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