Ángel Verdugo

Economía sin lágrimas

Ángel Verdugo

5 Feb, 2019

Con ese discurso, ¿a quién convencerán?

No me cansaré de repetir que la palabra del político –sea gobernante, funcionario o legislador– es, si no el único, sí el más valioso de sus activos. La palabra precede a la acción; la palabra convence, y con ella se mueve al ciudadano para realizar esto o aquello y también, sirve para vender el proyecto y permitir su concreción. En consecuencia, político que no habla, es un político sin futuro; más aún, político que no habla bien a la audiencia correcta, tampoco puede aspirar a tenerlo.

A quién hablarle y cómo hablarle se convierten así, en dos preguntas que el político y sus asesores deben responder con una gran objetividad porque, de no hacerlo y dejar que aquél hable de manera desparpajada, sin tener claro el objetivo y bien construido el mensaje que permitiría que los ciudadanos lo entiendan y hagan suyo, lo que le espera no es otra cosa que un gran fracaso y el consiguiente fortalecimiento de la oposición y su victoria en las próximas elecciones.

La victoria aplastante de López el 1 de julio del año 2018, construida sobre un larguísimo rosario de promesas incumplibles y un número preocupante de mentiras más que evidentes, ha empezado a sentir los efectos de la realidad, tanto económica como política.

El manejo correcto de la complejidad en el primer ámbito -una economía prácticamente estancada durante decenios, incapaz de superar el crecimiento mediocre del 2.0%, no pasa por el voluntarismo y el reciclaje de las promesas incumplibles, las mentiras y ocurrencias y las gracejadas baratas, propias estas últimas de la campaña, pero inútiles para la gobernación.

En lo político se presenta también –una vez que el vencedor ha tomado posesión del cargo para el cual fue elegido–, una situación más o menos parecida; los que creyeron ciega y acríticamente en lo que el candidato les prometió durante la campaña a cambio de su apoyo, se encuentran con que la realidad de las finanzas públicas, en los tres órdenes de gobierno, impiden la concreción de lo imposible.

Si a lo anterior agregamos una incapacidad para articular adecuadamente el mensaje que, además de explicar por qué no es posible conceder lo prometido y tampoco conceder nuevas demandas, el ya gobernante se enfrenta al dilema de todo prometedor de lo imposible: ¿Qué hacer ante la realidad que exige responsabilidad en la gobernación?

Por otra parte, a estas dificultades debemos agregar las que han surgido entre los grupos no afines o francamente contrarios; ¿qué decirles ante sus exigencias para hacer respetar la ley sin distingo alguno? ¿Qué discurso funcionaría ante ellos cuando, lo que exigen es el cumplimiento de la ley y el respeto del Estado de derecho, no su violación?

¿Qué discurso podría articularse para estos últimos grupos que nada piden en cuanto a dádivas se refiere, sino la simple seguridad jurídica para el desempeño normal de las actividades que desarrollan sus empresas dentro de la legalidad? ¿Cómo justificar la impunidad otorgada a los delincuentes que, disfrazados de esto o de lo otro, arrinconan al gobernante y su gobierno? ¿Qué discurso puede construirse ante el inversionista que tomó riesgos en México y hoy, sin mediar explicación alguna se cambian las reglas del juego?

Hoy, a querer y no, el gobierno encabezado por López parece estar ante la tormenta perfecta; ni tiene recursos para cumplir todo a todos los esperanzados en dádivas mil y tampoco, problema mayor, se puede dar el lujo –so pena de perder el apoyo de los que votaron abrumadoramente en su favor– de cumplir con algo tan elemental como es, en los tiempos que corren, hacer respetar la ley.

¿Cuánto tiempo aguantará así, quien ha decidido navegar entre dos aguas, sin definirse por Dios o por el Diablo? ¿Cuánto más antes de tomar partido por los que todo lo esperan gratis y sin dar algo a cambio, o por los que sólo exigen respetar la ley?

¿La verdad? No mucho.

 

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