Ángel Verdugo

Economía sin lágrimas

Ángel Verdugo

22 Ene, 2019

¿Para todo problema, un pasaje bíblico?

 

La gobernación hoy, en cualquier país —al margen de si en éste hay democracia o no— es difícil, compleja; la generalización de las economías abiertas y su inclusión en la globalidad ha fortalecido —donde las haya— a las democracias, y en donde se padece un régimen autocrático o francamente dictatorial, ha estimulado la lucha por aquélla y por el respeto de los derechos humanos más elementales.

Al mismo tiempo que aquel proceso ha estimulado la democracia y el surgimiento y posterior fortalecimiento de grupos sociales de índole diversa que exigen democracia y respeto de los derechos humanos elementales, también ha generado reacciones de quienes insisten en mantener lo caduco, las cuales, en no pocos casos, son violentas.

De la misma manera, algunos gobernantes buscan moverse —como decimos coloquialmente— entre azul y buenas noches; desean controlar todo y a todos y al mismo tiempo, deseo ilusorio, pretenden verse modernos y tolerantes de la disidencia. Unos buscan —de manera burda— seducir a quienes encabezan dichos grupos mediante ciertas medidas, las cuales, finalmente no logran esconder la verdadera catadura e intenciones del autócrata.

Otros, demagogos como los que más, buscan vender una imagen casi de santidad; se presentan cual santos que no han cometido pecado alguno y prometen, con un cinismo que asusta, que jamás —durante su encargo— los cometerán porque, ellos son puros, y están libres de toda tentación. Ellos, desde el altar de la moralidad extrema, utilizan de manera innoble y perversa la fe de los ciudadanos como recurso para vender una idea de la gobernación, la cual, ante la cruda y ofensiva realidad, parece cuento infantil. Finalmente, nada logran, pues, más temprano que tarde, la realidad se encarga de exhibir sus verdaderas intenciones autoritarias y las complicidades con personajes, por decir lo menos, cuestionables. Al principio, debe decirse, seducen a ingenuos, quienes, dada su necesidad material, aceptan las dádivas que les entrega el gobernante a cambio de su apoyo.

Aquel recurso (utilizar mensajes religiosos que rara vez son maquillados) genera, en los países donde los conflictos religiosos han derivado en guerras civiles, un franco rechazo. En países como el nuestro, por ejemplo, donde los enfrentamientos con el Estado durante los años cincuenta y sesenta del siglo XIX y los veinte del siglo XX produjeron decenas de miles de muertos, la población no acepta tan fácilmente ser manipulada políticamente con consignas falsamente religiosas por quien fue elegido gobernante.

Cuando el gobernante abusa de lemas religiosos en vez de políticas públicas bien elaboradas y mejor concretadas, el fracaso es el resultado lógico. A medida que persiste esa conducta, el ciudadano empieza a preguntarse acerca del verdadero carácter del que gobierna (¿pastor, predicador o político profesional?) porque se da cuenta que los sermones y las sentencias bíblicas nada corrigen, y los delincuentes ven fortalecida la impunidad implícita que, se dan cuenta, se traduce en que el gobernante jamás se atreverá a aplicarles la ley.

Ante los cambios registrados en el mundo estos últimos 50 años, ¿es posible que alguien en su sano juicio piense que es mejor y más efectivo lanzar mensajes bíblicos en vez de aplicar con firmeza la ley?

Por otra parte, ¿qué esperar de un gobernante cuya gobernación está centrada en lo bíblico, dada la actual y futura complejidad económica? ¿Acaso sus políticas públicas en materia económica estarán regidas por aquello de pasará primero un camello por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos? ¿Nadie le ha avisado que el dueño de la fábrica de agujas es un rico?

Dejo pues, para el aquí y ahora de este sufrido país nuestro, la siguiente pregunta: ¿Deberemos sustituir la Constitución por la Biblia, y las leyes que de aquélla emanan por el catecismo?

 

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