Ángel Verdugo

Economía sin lágrimas

Ángel Verdugo

14 Mar, 2019

¿También controla el futuro?

Una de las inclinaciones más socorridas por todo político, sea cuando anda en campaña o cuando está al frente de la posición que la victoria electoral le asignó, es la obsesión por cambiar el pasado, por pintar un pasado a modo. Esta intención—siempre infructuosa— se traduce en querer demeritar con la mentira por delante a sus adversarios para que él, por el contrario, aparezca como el impoluto, el transparente, el justiciero e inteligente.

Mientras que a los otros los dibuja como lo peor que ha dado el país, el estado, el distrito o el municipio donde contiende, el político ideal es, no otro que él. Sin embargo, hay algunos casos —no muchos, pero los hay—, de triunfadores que una vez obtenida la victoria se olvidan de aquellos excesos y recursos dignos de un bandolero, para adoptar una posición más juiciosa y madura, y con ella se dispone a gobernar o a legislar.

La megalomanía de los gobernantes populistas es de tal gravedad, que en cuanto se sientan y empiezan a gobernar, las ambiciones y sueños de grandeza se apoderan de ellos. Es aquí, desde el poder que manejan a su antojo y con la aquiescencia del ejército lacayuno que los rodea, se lanzan a denostar sin límite alguno a sus adversarios,

y a todo aquél que no se pliegue a sus ansias de poder.

Poco a poco van dejando ver su verdadera catadura como gobernantes y más temprano que tarde, la ambición se desborda; el periodo que le toca ejercer el poder le parece poco para tanto sueño de grandeza, y tanta obra faraónica que plantea construir. Otros, sueñan con convertir —cual experiencia religiosa— a sus gobernados; confunden la gobernación con la catequización, y el ejercicio del poder con el sacerdocio.

La moral ellos la encarnan; también la honradez y la sapiencia. Nada hay oculto o desconocido para ellos, sea la economía o la mecánica cuántica. No permiten que sus colaboradores brillen o participen de las decisiones; ellos están para obedecerlos y seguir sus grandes directrices.

Son tales sus sueños de grandeza que sienten que todo lo pueden; que para ellos no hay imposibles. Fueron capaces ayer —durante la campaña— de torcer el pasado y ahora, ya en la cúspide del poder, ven el futuro. Llegan incluso, ya enloquecidos por el poder absoluto, a determinar el curso de los acontecimientos; ante las dificultades económicas del país o la debilidad de las finanzas públicas, llegan al extremo de decretar la abolición de los periodos recesivos.

Si bien gobernantes así causan daños inmensos —casi imposibles de cuantificar— al país y su economía, no se diga ya a sus gobernados, los electores les entregan de manera ciega y acrítica su apoyo, el cual raya en la irracionalidad, cuando no en la insania. Aquellos, con esta abyección y servilismo digno de la etapa feudal, más vuelo dan a sus sueños de grandeza.

A este fenómeno, popular en los tiempos actuales en países tan disímbolos como Estados Unidos y Turquía, sigue una degradación que en pocos años lleva a la debacle económica y política la cual, de no corregir de inmediato, pronto sería toda una catástrofe.

De haber leído usted los párrafos anteriores, ¿se ha preguntado en qué país estoy pensando, o cuál estaría tratando de reflejar en ellos? ¿Acaso no se ha dado cuenta? De ser así, le pediría algo sencillo y fácil de entender: Vea a su alrededor y pregunte a los suyos, a sus amigos y colegas, y concluya, sin temor alguno, que ese país descrito no es otro que el nuestro, este sufrido México con su gobernante actual.

De no aceptar esto último, ¿qué argumentos daría usted para soportar su divergencia con lo que afirmo? ¿Diría que las cosas van bien en la esfera económica? ¿Se atrevería afirmar que en la gobernación que padecemos, reinan la mesura, y la objetividad y las medidas sensatas y correctas?

Por otra parte, de coincidir, ¿qué piensa deberíamos hacer los que así pensamos de la situación actual del país?

 

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