Edgar Amador

Edgar Amador

7 Jun, 2022

Los monopolios ocultos a la vista de todos


 

Si queremos comprarnos zapatos, existen miles de modelos, centenares de marcas y decenas de tiendas en donde podemos adquirirlos. Para escribir esta columna en mi computadora y enviarla luego, a través de correo electrónico, a mi editor en Excélsior para su publicación, las alternativas para ese proceso se reducen a no más de dos vías para hacerlo. La economía digital, que ha ayudado a incrementar la productividad de la economía global de manera dramática en las últimas décadas, tiene un problema serio: está dominada por muy pocas empresas con un poder sobre su sector. Muchos dirían, por monopolios.

Los economistas tienen un criterio para decir si una empresa es un monopolio: su capacidad para fijar precios. Desde la década de los cincuenta del siglo pasado, fueron desarrollando ideas, modelos y medidas para identificar y regular prácticas monopólicas que afectaran a los consumidores. Hicieron un gran trabajo. La teoría de organización industrial, que se ocupa entre otras cosas del comportamiento y regulación de los monopolios, es una de las especialidades más sólidas y avanzadas de la disciplina económica.

Pero las empresas también leen lo que los economistas escriben sobre ellas y la tecnología que desarrollan va muy por delante de los reguladores, así que implementan muchas estrategias y prácticas para evitar caer en los supuestos que las cataloguen como monopolios ante los ojos del Estado.

Empresas como Microsoft, Google, Facebook, Amazon y Apple, que inciden de manera profunda sobre nuestra vida diaria, coinciden en un aspecto: algunos de los productos y servicios que ofrecen tienen muy poca o ninguna competencia, por lo cual, los consumidores no tenemos muchas alternativas.

Las grandes empresas tecnológicas conocen bien los criterios para ser clasificadas como monopolios: su capacidad para ponerle precios abusivos al consumidor. Pero cuando vemos, por ejemplo, a Facebook, quien no cobra al consumidor por sus servicios, sería imposible catalogarlo como un monopolio, a pesar de la posición abrumadoramente dominante en su sector de negocios, pues no cobra precio alguno por los servicios que presta.

Pero Facebook ha vendido la información con la que sus usuarios se registran y la de sus hábitos a terceras empresas para que aquéllas ofrezcan a los consumidores bienes y servicios directamente. Lo ha hecho sin pedir autorización expresa a sus usuarios, alegando que todos ellos, al aceptar las condiciones de uso de su plataforma, acordaron el poder compartir su información con terceros. Así, a Facebook le asiste la razón legal. Sí tenemos que pagar un precio. Usar Facebook no es gratuito. El permitir que comparta nuestra información y hábitos con empresas tiene un precio y estamos regalándoselo a Facebook. Ese precio no puede tasarse de la manera tradicional. No tenemos poder de negociación ante Facebook si quisiéramos ponerle un precio a nuestra información. Pero el valor de nuestros datos y hábitos colectivos es la mercancía más preciada para las empresas que nos quieren vender cosas.

El precio que pagamos por usar Facebook es el monto al que renunciamos colectivamente por nuestros datos y hábitos. Ese precio quizá no sería difícil de estimar y de fijar, pero sí de implementar: ¿cómo cobrárselo individualmente a Facebook? Ese precio quizá no exista en este momento, pero si existiera, quizá sería de un nivel tal que Facebook sería catalogado como monopolio. ¿Cuánto pagaríamos por la capacidad de tener cerca a amigos y parientes como lo hace Facebook? Quizá un precio muy alto. Pero no lo sabemos.

La tecnología ya hoy, en los albores de la irrupción de la inteligencia artificial y de la sapiencia de las máquinas sobre muchos aspectos de nuestra vida, confunde a economistas, reguladores y gobiernos. Las grandes empresas pueden obtener ganancias monopólicas sin aparentemente llevar a cabo prácticas monopólicas. Los inversionistas en los mercados financieros adoran la capacidad de esas empresas de extraer ganancias sin que se les catalogue como monopolios. Pero han crecido tanto que su poder e influencia son tan grandes como los monopolios del pasado que tuvieron que ser incluso divididos por los Estados.

 

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