José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

1 Jun, 2018

El sendero venezolano

 

Se ha escrito mucho sobre el peligro de que un régimen populista pudiera llevar a México por el mismo rumbo que culminó en la crisis terrible en Venezuela, de la que no parece haber salida vía alzamiento popular o golpe de Estado, pero se han explorado menos las condiciones que llevaron a entronizar un populismo devastador en el que solía ser el país más rico de Iberoamérica.

Venezuela es una nación que conocí bien y donde trabé entrañables amistades. Fue mi primer destino en Sudamérica cuando trabajaba en la Confederación de Cámaras Industriales y estábamos todavía persiguiendo ese arcoíris irrealizable que fue el Tratado de Libre Comercio de América Latina (ALALC) en los años sesenta.

Regresé un sinnúmero de veces cuando erigimos esa otra entelequia que se llamó el SELA, Sistema Económico Latinoamericano, que aún existe con sede en Caracas, lo que no impidió que la región lo volviera a inventar, ahora con el más políticamente correcto nombre de Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).

En esos años pude percatarme de que la democracia venezolana bipartidista, donde los partidos AD (Acción Democrática), de centro-izquierda y el Comité de Organización Política Independiente (Copei), de centro-derecha, tenía problemas graves que atribuyo a la pasmosa incompetencia de sus gobiernos, y a que ambos partidos estaban manejados por un puñado de dirigentes, siempre los mismos.

La inefectividad gubernamental tanto de adecos como de copeyanos por casi cuatro décadas en las que se pasaban entre ellos las riendas del liderazgo, sumada a una creciente corrupción en ambos, generaron hartazgo en la población, pues no se veía que los frutos del petróleo, causa de la gran riqueza de Venezuela, llegaran a la gente.

El hastío de cada vez más venezolanos y la remembranza que durante la más reciente dictadura militar (1948-58) sí se hacían obras de infraestructura, como la autopista espectacular de La Guaira, en la costa, hasta la capital en el altiplano, los llevaron a exigir un cambio de régimen en la dirección que fuera.

Allí surge a la palestra Hugo Chávez, quien intentó llegar al gobierno con un golpe de Estado en 1992 contra Carlos Andrés Pérez (1989-93), que resultó fracasado, pero insistió en declarar su derrota en televisión nacional con “un mensaje bolivariano” atacando al gobierno establecido, con lo que empieza a cimentar su popularidad.

Pérez, quien siguió políticas claramente populistas en su primera presidencia (1974-79), se vio obligado a revertirlas en su segunda gestión por la crisis financiera en la que desembocaron, lo que socavó la legitimidad de su gobierno al efectuarlas de manera abrupta y radical. Pérez fue eventualmente removido por el Congreso.

Quien resultó beneficiario fue el anciano Rafael Caldera (1994-99), electo por segunda vez a la Presidencia, pero ya no por la democracia cristiana, sino por un muégano de partidos y en pacto con la extrema izquierda y los militares, que incluía la condonación de la pena de prisión de los alzados, con Chávez a la cabeza.

Para la elección de 1998, Chávez inicia campaña desde 1995 con el apoyo de toda la izquierda más su propio movimiento, denunciando a la élite que había mal gobernado su país por tanto tiempo y prometiendo “refundar la República,” mediante una asamblea constituyente, que produjo una farragosa y demagógica Constitución con 350 artículos, que el líder presumía como “la mejor del mundo.”

Una vez alcanzado el poder, Chávez se concentró en perpetuarse cambiando las leyes que se lo impedían, en cribar a las fuerzas armadas de potenciales enemigos, sobre todo después del efímero intento de golpe en su contra, y en regalar dinero a manos llenas a sus correligionarios y a los países que se alinearon con él, Cuba en especial.

Cualquier similitud no es casual.

 

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