José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

16 Nov, 2018

Nacionalismo, un siglo después

Hace unos días se conmemoró el centenario del armisticio que puso fin a las hostilidades de la más horrible matanza en la historia de la humanidad hasta ese momento, la Primera Guerra Mundial, que ocurrió a causa de liderazgos fallidos en las potencias europeas, y por un exacerbado y excluyente nacionalismo.

La forma en que concluyó ese conflicto, con el infamante Tratado de Versalles que priorizó la revancha de los vencidos y sembró las semillas para alumbrar tiranías absolutas bajo los signos comunista, fascista o nazi fue la pésima culminación del desastre que forjaron líderes miopes, ignorantes y vanidosos.

Hace un siglo, e igual que hoy con Trump, Estados Unidos tenía en Woodrow Wilson un cabecilla inepto y fatuo cuyas 14 propuestas para la pacificación perenne del planeta resultaron en exactamente lo opuesto, y cuyo acendrado racismo y torpeza para negociar generaron los caldos de cultivo para el acceso y consolidación de regímenes dictatoriales en Alemania, Italia, Japón y Rusia.

Desmembrar al azar cachos del imperio alemán para crear una nueva geografía mundial, al tiempo que se le impusieron pagos por reparaciones bélicas imposibles de cumplir, lo que desencadenó la terrible hiperinflación que habría de destrozar su tejido social, abrió las puertas al nacional-socialismo de Hitler.

Italia, que quería que se cumplieran los términos acordados en el Tratado de Londres, con el que los aliados habían atraído a ese país a entrar en la guerra a su favor prometiendo cederle territorios austriacos adyacentes, no se cumplió cabalmente, lo que se tornó en la “victoria mutilada” para Italia, como la llamó el poeta Gabriele D’Annunzio, y culminó en el surgimiento del fascismo.

El fracaso de Japón en adoptar la cláusula de igualdad racial en la negociación de París, para no equiparar a la población “amarilla” de Asia con la “de color” en África, más impedirle tomar las excolonias alemanas cercanas, fueron las causas principales del retiro de esa nación y del surgimiento del militarismo.

Pero el caso más peculiar fue la manera en que Wilson contribuyó a la victoria y consolidación de Lenin y sus bolcheviques en Rusia, y cómo entrambos reescribieron las reglas de la geopolítica moderna al desatar la lucha de ideologías disruptivas y hostiles entre sí. En su profunda ignorancia, Wilson celebró el acceso al poder del “demócrata” Lenin e impidió su derrocamiento.

Ambos creían en la “perfectibilidad” del género humano mediante la acción del gobierno, en el caso de EU con una creciente intervención estatal en todos los aspectos de la economía y la sociedad de ese país, y en el de Rusia, con un sistema crudelísimo de control que abolió el libre albedrío en todos los ámbitos. 

El desorden que engendraron, y que pensábamos que estaba enterrado en definitiva gracias a la forma sabia en la que Estados Unidos condujo el colofón de la Segunda Guerra Mundial, que en esencia fue la antítesis de lo ocurrido al fin de la llamada Gran Guerra, resurge como el Ave Fénix al reaparecer peligrosos nacionalismos en todos los ámbitos de la geografía mundial. 

México no participó en la Primera Guerra Mundial, aunque jugó un papel central en forzar a Wilson a entrar en ella cuando los ingleses interceptaron el célebre telegrama Zimmermann, en el que Alemania ofrecía al presidente Carranza restaurar los territorios perdidos a cambio de invadir a su vecino del norte.

Wilson, que presumía de pacifista, se dedicó más que ningún otro presidente de Estados Unidos a ejercer su poder militar en Latinoamérica, donde invadió México varias veces, igual que a Nicaragua, la República Dominicana y Haití.

Lo que parece increíble un siglo después es que estemos viendo el resurgimiento del patrioterismo xenófobo y ramplón y que no se entienda cómo terminan siempre estas historias.

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