¿Microsoft funciona como un país?

¿Microsoft es una nación digital que cuenta con su propio secretario de Estado?
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¿Microsoft funciona como un país? Foto: Reuters
¿Microsoft funciona como un país? Foto: Reuters

CIUDAD DE MÉXICO.- ¿Microsoft es una nación digital que cuenta con su propio secretario de Estado? La respuesta de Brad Smith, director jurídico de la gigante del software, fue, digamos, diplomática. Explicó que al frente de las naciones-Estado hay un gobierno al que deben rendir cuentas. Sin embargo, sí admitió que en estos días le preocupa mucho la geopolítica.

Desde hace tiempo, las grandes empresas han realizado actividades de cabildeo con los gobiernos de todo el mundo, como por ejemplo Big Pharma o las grandes petroleras. En algunos casos, los vínculos con la diplomacia de su país de origen en realidad son muy estrechos: en 2017, Rex Tillerson, ex director ejecutivo de ExxonMobil, se convirtió en el primer secretario de Estado del presidente Donald Trump (aunque no duró mucho en el cargo y su desempeño fue ciertamente controversial). En un planeta globalizado, para las multinacionales puede resultar muy positiva la “política exterior corporativa”, término acuñado por Stephanie Hare y Timothy Fort en un artículo escrito en 2011, para alinear sus valores y prioridades en distintos mercados.

En ningún grupo es más cierto que en el de las grandes tecnológicas, o “Big Tech”. La esfera de influencia de las gigantes digitales es mucho mayor que la de las analógicas (Facebook tiene 2400 millones de usuarios al mes, equivalentes a cinco tercios de la población total de China). Transforman una industria tras otra y penetran todos los aspectos de la sociedad. Mandan en el ciberespacio y establecen muchas de sus reglas.

Algunos países que reconocen tal situación planean darles un papel más destacado a sus consulados en San Francisco, de manera que funcionen en realidad como embajadas. En 2017, Dinamarca se convirtió en el primer país en designar un enviado a Silicon Valley. La Unión Europea estudia la posibilidad de abrir una misión en la capital de la tecnología.

Las empresas tecnológicas, por su parte, también se han ido adaptando, en especial Microsoft. Smith preside una operación de las mismas dimensiones que el ministerio de Relaciones Exteriores de un país de talla mediana. Sus 1500 empleados trabajan en departamentos como “Aplicación de la Ley y Seguridad Nacional” y “Grupo de Diplomacia Digital”. Tiene presencia en 56 países y envía con regularidad cables a sus oficinas generales de Redmond, cerca de Seattle. Smith tiene un itinerario tan activo como el de un ministro de Relaciones Exteriores: en un año visitó veintidós países y se reunió con representantes de cuarenta gobiernos.

No obstante, el enfoque de Microsoft difiere del de la mayoría de las Big Tech. La mayoría de las empresas, al igual que los corporativos, son estudiantes de política realista. En China, Apple censura aplicaciones cuando el Partido Comunista se lo indica. Facebook vaciló cuando el Ejército birmano utilizó su red social para difundir información falsa e invitar a la violencia en contra de los rohinyás. Google descartó un proyecto para crear un motor de búsqueda censurado en China ante las protestas de sus empleados, pero reabrirá oficinas en Egipto, un país gobernado por una junta represiva.

En este contexto de total descaro, las acciones diplomáticas de Microsoft y su aparente adhesión a principios firmes resultan alentadoras. Sucesos como la lucha contra los monopolios por todo el mundo al comenzar el siglo, las revelaciones de Edward Snowden acerca de amplias operaciones de vigilancia por parte de espías estadounidenses y el aumento en los ataques cibernéticos patrocinados por Estados fueron “puntos de inflexión”, en palabras de Smith, que obligaron a la empresa a madurar en temas geopolíticos mucho antes que sus rivales en el caso de los monopolios.

En el libro titulado “Tools and Weapons: The Promise and Peril of the Digital Age” (Penguin, 2019), que escribió con Carol Ann Browne, ejecutiva de comunicaciones en Microsoft, Smith defiende el multilateralismo — según dice, los problemas globales causados por la tecnología requieren soluciones globales — y advierte a los jefes de Estado y ministros de Relaciones Exteriores (de los cuales conoce a muchos) que la guerra fría tecnológica entre Estados Unidos y China podría dejar el planeta dividido en dos bandos, lo cual sería negativo para todos. Apoya la idea de involucrar a actores ajenos al gobierno (incluidas empresas como la suya y la sociedad civil) en el proceso de toma de decisiones, aunque este proceso con “múltiples partes interesadas” sea más lento que una decisión gubernamental desde lo más alto.

No son palabras vanas. En un caso de tráfico de drogas en 2013, Microsoft se negó a entregar a las autoridades estadounidenses correos electrónicos que guardaba en un servidor de Irlanda y logró defender su postura frente a tribunales. Eso motivó acciones políticas que llevaron a la aprobación en el Congreso estadounidense de una ley que permite a las empresas tecnológicas negarse a cumplir ese tipo de órdenes si incurren en alguna violación de las normas de otro país. También aplicó en todo el mundo los estrictos cambios exigidos por la nueva ley sobre privacidad de la Unión Europea, gracias a lo cual muchas empresas (e incluso países) adoptaron las normas como estándar mundial.

En 2017 Smith propuso la organización de una “Convención de Ginebra Digital”, un tratado internacional para proteger a las personas de ataques cibernéticos financiados por gobiernos en tiempos de paz. En mayo pasado, ayudó a lanzar la convocatoria Christchurch, iniciativa de diecisiete países y ocho empresas tecnológicas que se comprometieron a “eliminar el contenido terrorista extremista y violento en línea”. Google y Facebook se sumaron al esfuerzo. Apple (y Estados Unidos) no lo hicieron.

Smith afirma que contar con una política exterior corporativa coherente es positivo para los negocios, pues crea confianza, que a su vez atrae a los clientes. Su doctrina va muy bien con el modelo de negocios de Microsoft, basado en ventas de servicios y software. Puede darse el lujo de ser más purista en temas de privacidad y difusión de información falsa, los temas tecnológicos que causan más revuelo en política en la actualidad, que los gigantes cuyas ganancias se derivan de publicidad dirigida en las redes sociales.

Microsoft tampoco está libre de culpa. Aunque Smith dijo no estar dispuesto a establecer centros de datos para Azure, su nube de computación global, en países de dudosa reputación en cuanto al respeto de los derechos humanos, tiene algunos (operados por un socio local), además de un centro de investigación, en China. Si bien es cierto que Microsoft ha propuesto normas juiciosas para el uso de la tecnología de reconocimiento facial, en el pasado entrenó sus algoritmos utilizando fotografías de celebridades sin su conocimiento.

Quizá sea inevitable una pequeña dosis de hipocresía en una organización de las dimensiones de Microsoft. De cualquier forma, sus críticos dicen que existe un argumento más fundamental en contra de su política exterior: se preguntan qué le da legitimidad a Microsoft (y a las otras gigantes tecnológicas) para presentarse como actores independientes en la esfera internacional.

Se trata de la pregunta equivocada. Son negocios legítimos, así que tienen todo el derecho de defender los intereses de sus accionistas, empleados y clientes. Puesto que son globales, sus prioridades quizá difieran de las de los funcionarios electos de su país de origen. En vista de que estas organizaciones controlan gran parte de la infraestructura digital del mundo, es justo que puedan opinar en el diseño de las normas internacionales para regirla.

Ahora que muchos gobiernos se niegan a ser líderes, ¿por qué no permitir a las empresas asumir ese papel? En especial si, como en el caso de Microsoft, sus actividades combinan principios y pragmatismo.

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