Ángel Verdugo

Economía sin lágrimas

Ángel Verdugo

23 Jun, 2020

¿Le es permitido al gobernante desesperarse?

A la pregunta del título agregaría: ¿Y mostrarlo? En consecuencia, el nuevo título quedaría así: ¿Le es permitido al gobernante desesperarse y mostrarlo? Mi respuesta sería un no rotundo.

De un gobernante, por más graves y profundos que fueren los problemas enfrentados, su mensaje oral y corporal debe ser, siempre, de mesura, tranquilidad y firmeza.

La desesperación que un gobernante dejare ver tendría varias aristas. La primera, que los problemas lo habrían rebasado; la segunda, se evidenciaría su falta de carácter y temple ante la adversidad y la tercera, la desconfianza que transmitiría a los gobernados.

De ahí que la prueba de fuego de un gobernante sea, y no otra, enfrentar problemas graves y, si me apurare, diría que enfrentar una crisis, fuera ésta económica y/o política.

Es entonces, diría el ciudadano de a pie, cuando se ve de qué cuero salen más correas: de la piel de la crisis, o de los cataplines (Francisco Zea dice) y la capacidad del gobernante para domar la tormenta.

Uno que se achicopala y se frunce ante los problemas, que en vez de enfrentarlos con inteligencia y valentía busca a quien culpar, pierde, en menos tiempo del que imagina, el respeto de los gobernados. Éstos quieren soluciones no tanto responsables en el pasado —más inventados que reales— de los problemas que, en no pocas ocasiones, el nuevo gobernante crea con sus desatinos y ocurrencias.

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En las condiciones actuales, un gobernante debe aunar a capacidad y conocimientos, carácter; firmeza que se traduzca en obligada voluntad política, y no flaquear ante decisiones impopulares y dolorosas que debe tomar desde su puesto.

Gobernantes blandengues, que contemporizan ante quienes delinquen y pisotean la ley de manera flagrante u ocultos, no serán capaces de llevar a buen puerto la nave confiada por los ciudadanos.

Los ejemplos abundan en nuestra región; la complicidad con el que delinque, daña y atropella al ciudadano no debe ser la regla, sino la excepción.

Excusarse en sofismas para verse justiciero y comprensivo ante quienes han hecho del delito la razón de su vida es criminal.

Gobernante que así actúa, traiciona el mandato conferido y daña a quienes en él confiaron.

¿Quién cerraría los ojos ante las tropelías y complicidades criminales de ayer, de Chávez, Morales y los Kirchner, y de hoy, de Maduro y Noriega?

¿Quién en su sano juicio cerraría los ojos ante la complicidad de los Castro con el narcotráfico internacional? ¿Quién con dos dedos de frente podría pensar siquiera que los delincuentes dejarán de violar la ley a punta de chanclazos y abrazos?

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Ser gobernante hoy —en el país que fuere—, obliga a actuar con inteligencia y firmeza; ser y mostrarse blandengue únicamente produciría anarquía y ruina para el país cuyo mandatario no entendere lo más elemental de la gobernación: Hacer respetar la ley sin distingo alguno. Para ello, debe utilizar el recurso que esa misma ley le entrega: el monopolio legítimo de la violencia.  Cualquier otra idea de la gobernación sería, simplemente, un remedo. Quienes así han procedido, no han terminado bien; ni ellos ni el gobierno que encabezaban, menos el país. ¡Cuidado!

 

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