Edgar Amador

Edgar Amador

18 Sep, 2023

El americano impasible III (y último)

Desde finales de la primera guerra mundial, los Estados Unidos han tenido que mantener dos equilibrios simultáneamente: el doméstico, y el global. Son de manera consciente el policía y el regulador del mundo, al tiempo que gestionan la estabilidad de la sociedad más compleja del planeta: la estadounidense misma. Pocas veces en el pasado, sin embargo, se han enfrentado a un desafío tan complejo como el que existe ahora, en donde el principal problema del orden global parece ser justamente, el desorden doméstico de los Estados Unidos.

No debería de ser una sorpresa que quien mejor conozca a los estadounidenses sean los británicos. Con esta son tres entregas que esta columna usufructúa el maravilloso título, “El Americano Impasible”, de la traducción castellana de “The Quiet American”, una gran novela de uno de los mejores narradores en lengua inglesa del siglo pasado, Graham Greene, quien usa una anécdota policial y de espionaje para realizar un lienzo acabado de la actitud de los Estados Unidos ante el resto del mundo.

Y existe por supuesta la famosa boutade de Churchill: “los americanos siempre harán lo correcto, sólo después de haber ensayado todo lo demás”.

Tengo fe (si, fe, no confianza, ni convicción), de que la democracia estadounidense sabrá resolver el desafío más arduo de su historia moderna: el planteado por la disolución del conservadurismo tradicional del partido republicano, y el ascenso de la ultraderecha, enarbolado por Trump, pero que cuenta con personajes aún más peligrosos, como el impresentable gobernador de Florida, Ron de Santis.

A nadie pueden responsabilizar los Estados Unidos de la actual suerte de su democracia. Como hemos documentado en nuestras últimas dos columnas aquí, “sois la ocasión de lo mismo que culpáis”. Su arcaico sistema electoral, y la mengua demográfica relativa de su población blanca y protestante ha producido una reacción colérica, furiosa y muy peligrosa, del estadounidense tradicional, que está dejando de ser el promedio ante el incremento dramático de la diversidad étnica que ha atraído el éxito económico de ese país en las últimas décadas.

El imperio romano corrió una suerte similar. Creció a tal punto que la población romana fue minoritaria, y los no romanos (bárbaros y otros) acabaron rigiendo los destinos imperiales. Pero a pesar de las apariencias, los Estados Unidos no son un imperio, sino una república democrática, llena de contradicciones y en peligro de fragmentarse, pero que cuentan con un activo inigualable: su capacidad de generar nuevas tecnologías que transforman al mundo mediante olas repetidas e incesante de innovación.

Existe un hilo conductor, directo, transparente y documentado, entre el movimiento hippie y contracultural de los años sesenta, con epicentro en California, y el Silicon Valley de hoy. Una cultura inconformista, disruptiva, fue parte del fermento que creo el motor de innovación más importante del último cuarto del siglo XX, y que sigue propulsando a la economía moderna en este siglo.

Ningún país, ni bloque de países, puede igualar el poder de mercado y capacidad de innovación de Google, Apple, Microsoft, Amazon, Facebook y Silicon Valley. El resto del mundo se ha resignado a ser un mero seguidor, consumidor, y en su caso, regulador de los colosos estadounidenses. Hay, como siempre, una excepción: China.

En el último lustro los Estados Unidos han tomado uno de los muy raros acuerdos bipartidistas: es necesario contener el ascenso económico (primero), y geopolítico (en consecuencia), de China, pues ella representa el único desafío real a la hegemonía estadounidense en el mundo.

Trump erigió una valla proteccionista y financiera contra China y sus empresas, y Biden no sólo no la revirtió, sino que levantó diques adicionales, incluso a sabiendas de que, al hacerlo, el costo de los insumos y de bienes de consumo para la población estadounidense, subirá, y dificultará la misión de controlar la inflación resurgente. 

La relación simbiótica China-Estados Unidos presenta, a partir de la pandemia, un punto de inflexión. Durante décadas la relación fue mutuamente benéfica en términos netos. Las empresas estadounidenses producían y obtenían bienes y servicios cada vez más baratos de China, y esta nación, basada en su enorme plataforma exportadora, crecía su economía con el fin de absorber a centenas de millones de personas que migraban del campo a la ciudad, generando una prosperidad sin parangón en la historia económica del mundo medida por la cantidad de personas beneficiadas.

Pero el ganador neto de esta relación, ante los ojos estadounidenses, fue una China cuya prosperidad exponencial alimentó ambiciones geopolíticas y de control global, desafiando el balance posterior a la Guerra Fría, que había dejado a los Estados Unidos como la única potencia global.

La afluencia china posibilitó que empresas como Ali Baba, Pin Duo Duo, Tencent, y otras, retaran en la arena global a los colosos de Silicon Valley en un pie de igualdad. De tú a tú. El éxito global de la china Tick Tock, por ejemplo, no ha sido igualado, ni de lejos, por alguna empresa de Silicon Valley.

Los Estados Unidos están en una encrucijada vital. Internamente su democracia está en peligro debido a que la minoría blanca se resiste a aceptar que su nación es compartida con un mosaico étnico; externamente su hegemonía se encuentra desafiada por un modelo, el chino, que rivaliza en eficiencia y competitividad con el suyo. ¿Cómo resolverán esta encrucijada? Aquella boutade de Churchill es memorable: veamos si aplica en esta ocasión.

 

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