Rodrigo Pérez-Alonso

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Rodrigo Pérez-Alonso

19 Ene, 2022

El gran monopolista

 

En el 2018, casualmente reconoció las elecciones y a ese instituto; todo fuera tan fácil como ganar una elección para reconocerla como válida

 

Érase una vez un modelo de gobierno que tenía el monopolio de todo. Era totalitario e inflexible. Todo con él, nada sin él. La economía, los partidos políticos, sindicatos, organizaciones sociales, periódicos y hasta los parques de diversiones estaban monopolizados por él y sus funcionarios.

Si quería usted abrir un negocio, los permisos, los insumos, las rutas para transportar productos y hasta la ropa de su personal era aprobada y controlada por el gobierno.

En política, todos los partidos políticos y elecciones eran simuladas por un hombre y su aparato. Aquél que osaba contradecirlo era rápidamente apartado y castigado.

En ese modelo, el 80% de la economía dependía del gobierno y sus empresas, las elecciones eran organizadas por una secretaría de gobierno y, en el 99% de los casos, siempre ganaban los candidatos aprobados por el gran elector, el sumo pontífice del totalitarismo político-económico.

El modelo funcionó por décadas para poner orden después del caos de la guerra civil, crear instituciones, disciplina y orientar el país hacia un objetivo común. Sin embargo, conforme el país se volvió más complejo, creció la población (y sus clases medias) y la economía se diversificó, la inflexibilidad del modelo se empezó a quebrar en los años sesenta.

La izquierda política en los ochenta se distanció de ese gran monopolista que antes los apapachó y pelearon por elecciones y organizadores independientes de la influencia del gran elector. Así nació un organismo civil, encabezado por ciudadanos, para organizar elecciones. El gran monopolista se diluyó; papá gobierno no pudo mantener ese modelo; tuvo que flexibilizarse.

En el año 2000 ganó la Presidencia un candidato de centro-derecha muy popular.

En el 2006, otro candidato de centro-derecha. El de izquierda —acostumbrado al modelo totalitario— hizo berrinche y desconoció al organizador de las elecciones y el resultado.

La institución por la que antes peleó se volvió su enemiga. En 2012, otra vez alegó fraude, aunque esta vez el margen por el que ganó el candidato de centro fue mucho más amplio y sus argumentos quedaron en el olvido.

En el 2018, casualmente reconoció las elecciones y a ese instituto; todo fuera tan fácil como ganar una elección para reconocerla como válida —perderla, otro boleto.

Ahora, en gobierno, ese mismo personaje quiere destruir al instituto y volver al modelo totalitario. Esa misma institución, que aguantó pataletas y falsedades en el pasado, otra vez es amenazada por él.

Y es que ese mismo personaje nació y creció en ese modelo; donde el gran líder era el gran elector, el gran generador de riquezas, papá gobierno. Las reglas en el modelo monopólico las pone el gran señor y no las instituciones.

¿Cómo lo quiere destruir? Usando las emociones y no los datos. En totalitarismo, si es necesario usar mentiras, éstas se hacen verdad por la mera voluntad del totalizador. Genera más emociones escuchar mil veces la mentira de que el instituto es uno de los más caros del mundo que oír la solitaria voz de los datos que lo desmienten. Causa más debate la mentira repetida que la realidad reglamentada.

Es más fácil negar la realidad que enfrentar sus reglas. Es más fácil destruir que cumplir.

 

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