Edgar Amador

Edgar Amador

4 Abr, 2016

La fatiga del banco central

Los currículum de las carreras de ingeniería civil tienen por lo general una materia llamada “Fatiga de Materiales”, en donde los estudiantes aprenden cómo el más resistente de los materiales se desgasta con el tiempo por su uso. Es esa fatiga la que está a punto de alcanzar a los bancos centrales del mundo que, tras la crisis financiera espantosa de 2008-2009, han tenido que soportar sobre sus hombros una parte desproporcionada del esfuerzo para revivir las alicaídas economías, tanto de los países industrializados como de las principales economías emergentes.

Los datos de empleo dados a conocer en Estados Unidos el viernes pasado son un solitario rayo de optimismo con respecto al estado general de salud de la economía global: un ritmo de creación de empleos sólido, salarios crecientes e inflación bajo control, una senda dorada de crecimiento como imaginaban los economistas clásicos de las teorías del crecimiento. Pero la polarización del electorado estadunidense, en donde nunca como antes los extremos (un candidato socialista y otro rayando en el nazismo) habían tenido tanto eco como hoy, muestran que esta recuperación ha llegado muy tarde y con baja intensidad, y que si bien las cifras económicas de nuestros vecinos son de envidiar para cualquiera, la recuperación aún dista de convertirse en bienestar para todos.

Esta racha de buenos datos llega a tiempo: es una señal de que probablemente el crecimiento de Estados Unidos comienza a sustentarse en incrementos de productividad, basados en el progreso tecnológico y en su diseminación a un número creciente de sectores. Quizá llegue a tiempo, porque, de no ocurrir, la fatiga de los bancos centrales está en el límite: dejar la suerte de la recuperación y la expansión económica a la mera acción de la política monetaria está produciendo graves distorsiones y dejará secuelas que costarán muchos años para eliminar.

Lo prolongado del estímulo monetario masivo, que se ha traducido en tasas de interés en cero, e incluso negativas por absurdo que pueda parecer, ha sido necesario para evitar una catástrofe mayor. Pero habrá, y ya las hay, consecuencias: si las tasas son negativas, eso quiere decir que incluso proyectos de inversión que tengan rentabilidad cero parecerán atractivos; con tasas de interés cero o negativas nadie querrá guardar dinero en el banco, desintermediando a un sector absolutamente necesario para la reactivación y el crecimiento; y tasas en cero o negativas han destruido la capacidad de generación de valor del sector bancario, derrumbando las acciones del sector a niveles apenas comparables a los de la crisis financiera de 2008-2009.

Vean, por ejemplo, las acciones de Credit Suisse, de Santander, de BBVA, de Bank of America. Los bancos de todas latitudes sufren del mismo mal: un riesgo por el lado de los activos por su exposición al sector petrolero, en donde los precios bajos han arrasado un proyecto tras otro; y, por el otro, las tasas tan bajas han destazado sus márgenes y (junto con el creciente costo regulatorio) han reducido el valor de los negocios a niveles no vistos en décadas.

La persistencia de un stock masivo de liquidez por parte de los bancos centrales, por ejemplo, en algunas de las principales economías emergentes, contribuyó a la depresión de sus divisas y ha disminuido el margen de maniobra de los bancos centrales, al hacerlos absolutamente dependientes del tiempo con el que la Fed remueva el estímulo monetario en los próximos meses.

Cierto: no había de otra: ante la ausencia de acción de los gobiernos y ante la incertidumbre de la oportunidad con la que las ganancias de productividad se materializarían en la economía, los bancos centrales se convirtieron en el único salvador del mundo, en la única herramienta para tratar de evitar la catástrofe y reencauzar el crecimiento. Pero los bancos centrales están ya fatigados, no en la acepción de cansancio, sino en términos de desgaste: la efectividad de la política monetaria ya es ineluctablemente decreciente, y es tiempo de que los otros factores: la política fiscal, de promoción del crecimiento, y sobre todo el cambio tecnológico y su generalización, hagan su trabajo también.

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