Ángel Verdugo

Economía sin lágrimas

Ángel Verdugo

31 Oct, 2019

¿Por qué tropezar, una y otra vez, con la misma piedra?

El respeto de la ley por todos sin distingo alguno y hacerla respetar por parte de la autoridad se traduce, sin duda, en convivencia civilizada; además, en el orden que permite y estimula el funcionamiento de las instituciones y la generación de confianza. Ésta es, por otra parte, el elemento indispensable que soporta toda inversión.

En consecuencia, una tarea prioritaria de la autoridad es, con la ley en la mano y su respeto irrestricto, combatir el desorden. Difícil es, si no es que imposible, que país alguno pueda prosperar y lograr crecimiento económico y desarrollo, cuando en él reina el desorden generalizado.

Si vemos lo que desde hace meses sucede en varios países -España, Ecuador, Francia, Nicaragua, Venezuela y en días recientes en Chile-, la pregunta surge de inmediato: ¿Es posible para esos países y su gobierno, atraer inversiones que se traduzcan en fuentes de empleo permanente y crecimiento económico?

¿Cuántas veces deberemos tropezar con la misma piedra, antes de entender y aceptar que el desorden, lejos de ayudar a mejorar las condiciones de la población o de grupos sociales específicos, las empeora?

El desorden es un concepto amplio el cual, va más allá de los disturbios callejeros, la destrucción de propiedad pública y privada y los enfrentamientos violentos con la fuerza pública. También, aun cuando parezca difícil de aceptar, el desorden está íntimamente ligado al nulo respeto de la legalidad y a las violaciones sistemáticas y permanentes del Estado de derecho, tanto por parte de los delincuentes como por la autoridad.

Viene a cuento lo anterior, por la decisión tomada por buena parte de la población chilena como por la autoridad mexicana que en días recientes, con lo registrado en Culiacán, alcanzó un punto crítico en lo que se refiere al desprecio del Estado de derecho y el nulo respeto de la ley.

Cuando uno ve la conducta de los gobiernos mexicanos -no únicamente la del actual sino también la que hemos padecido desde hace varios sexenios-, no podemos menos que concluir que nos gusta tropezar, una y otra vez, con la misma piedra. Cada tropezón, lejos de llevarnos a concluir que debemos evitar repetir ese error o descuido, parece impulsarnos a buscar otras piedras para tropezarnos con ellas.

¿Cuántos tropezones más necesitaremos para caer y quedar ahí, tendidos con múltiples fracturas como consecuencia de los golpes sufridos? ¿Cuántos más, antes de reconocer que no hay gobernación ni gobernante -por muy bien intencionado que éste fuere, o por la religiosidad cursilona e hipócrita exhibida-, que aguante por siempre tanto golpe?

¿A qué se debe esa inclinación de gobiernos y gobernantes a tropezar, para quedar tirado y cada vez más débil con no pocos golpes contusos? ¿Acaso hay en esa conducta del gobernante, algún deseo escondido de inmolación para convertirse en mártir? ¿O estamos ante una simple y perversa muestra de masoquismo?

Sea lo que fuere, cada tropezón se traduce en un gobierno más débil lo que afecta, se acepte o no, su capacidad para cumplir con las tareas prioritarias que la ley le mandata.

¿Seguiremos tropezando?

 

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