José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

José Manuel Suárez-Mier

14 Jul, 2017

La democracia muere en la penumbra

El título de mi columna es el lema que adoptó recién el Washington Post, que aparece en el cintillo superior de su primera plana y refleja la desazón medular en tiempos que se nos bombardeada con “verdades alternativas,” “noticias falsas” e inventos que cualquier rabioso puede subir a las redes sociales.

Antes que los avances cibernéticos abrieran las puertas a quien quiera opinar sobre lo que se le antoje en las nuevas redes, había procesos cuidadosos que filtraban la información y opiniones que transmitían los medios de comunicación para asegurar su verosimilitud y estándares mínimos de calidad.

La propaganda y los sesgos ideológicos que privan a la información de su objetividad han existido desde siempre, pero el público sabía, perfectamente, lo tendencioso de las “noticias” propagadas por ciertos medios como La Jornada y Proceso, en México, o el National Enquirer, en EU. Pero la propaganda que hacen los medios es un juego de niños comparada con la que han practicado los gobiernos para engañar y manipular a los pobladores de sus países, empezando por las autoridades en la Grecia clásica, que usaban el teatro, los debates y la oratoria para educar y moldear las opiniones de sus ciudadanos.

Desde entonces, cuando los líderes querían que el pueblo tuviera información homogénea y un solidario sentido de causa común, usaron la propaganda, en algunos casos de forma notablemente moderna, como Felipe II de España e Isabel I de Inglaterra, cuando la Armada Invencible amagaba con invadirla.

Aparentemente la primera vez que se usó el término propaganda fue en 1622, cuando el papa Gregorio XV fundó la Congregación para la Propagación de la Fe con un grupo de cardenales encargados de esparcir las enseñanzas de la Iglesia y regular los asuntos eclesiásticos en territorios con elevado número de idólatras.

El uso cada vez más común de la propaganda tomó un nuevo impulso durante la 1ª Guerra Mundial, cuando los imperios en mortal contienda la usaron y abusaron para persuadir a sus vasallos que la victoria era inminente, cuando la realidad era la opuesta, como fue evidente al colapso de la dinastía Romanoff en Rusia.

El cenit de la propaganda lo alcanzaron las dictaduras totalitarias que tomaron el poder, primero en la recién creada Unión Soviética (URSS), y después en Italia, Alemania, Japón y España, justo cuando en el mundo entero se extinguían las luces de la democracia y los regímenes tiránicos se tornaban en el ejemplo a seguir.

Nadie ha utilizado el poder de la propaganda con más pavoroso acierto que Joseph Goebbels, ministro encargado del tema en la Alemania Nazi, que en 12 años logró que uno de los países más cultos de Europa se convirtiera en un energúmeno agresivo, militarista y rabiosamente antisemita.

En ningún caso el éxito de lavarle el cerebro a millones de personas por más de siete décadas fue más efectivo que en la URSS, dónde se fabricó una narrativa que no tenía nada que ver con la realidad, engañando no sólo a sus pobladores, que fueron persuadidos de la decadencia de las economías de mercado y la victoria indudable del comunismo, sino también a una cantidad notable de gente en el resto del mundo.

La democracia murió en la penumbra impuesta por crudelísimos regímenes autoritarios que acabaron con la libertad de expresión en su sentido más amplio e impusieron una realidad “alternativa” por entero desvinculada de la objetiva, que ocultaba millones de ejecutados, cautivos en campos de concentración, hambrunas generalizadas y burocracias voraces e incompetentes. Al final la tiranía fracasó.

Hoy los peligros son distintos, pero no por ello menos malignos, por lo que hay que redoblar el rechazo a los demagogos con sus “noticias falsas” y a la guerra sin cuartel que declararon contra los medios serios de comunicación.

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